El juego había durado demasiado. Sin embargo, eso le agradaba al peón que lideraba el último batallón, el Capitán Negro, pues permitía continuar con ese desafío. Significaba que había conseguido mantener a su señor Rey a salvo durante todo ese tiempo. Con todo, las cosas comenzaban a complicarse. Los enemigos blancos se acercaban cada vez más y el reino se encogía de temor al pensar en que pudieran tomar la capital del reino y matar a los soldados.
—Tenemos que movernos más rápido —dijo uno de sus camaradas, enfundado por completo en su cota de malla y su armadura negra. Sangraba por uno de sus brazos, pero permanecía en pie a su lado. —Pronto nos alcanzarán. —Titubeó durante un momento y el Capitán supo que traía malas noticias—. Han capturado a la Reina.
Al Capitán se le cayó el alma a los pies. La Reina era una guerrera poderosa y letal y todos se desmoralizarían sin su presencia. Ya podía ver los rostros cansados de los hombres que tenía a su cargo, con los pies sangrantes y las espadas rotas. Observó el horizonte con determinación y miró hacia el cielo, rezando una plegaria.
—¿Qué va a hacer, señor? —preguntó el mismo soldado que le había entregado la noticia. El Capitán no respondió. Dirigió su mirada a uno de sus superiores, el estilizado y fiero Primer Maestro, el alfil del Rey, que también se había dado cuenta de la situación. No podía acercarse a él para pedirle permiso, porque todos sus movimientos estaban dominado por el enemigo blanco que continuaba lanzando piedras contra ellos, asediándolos sin cesar.
—Voy a ir por ella —susurró y el Primer Maestro asintió con la cabeza. No sería la primera vez que se arriesgaba de ese modo. Necesitaría la ayuda de sus compañeros, pero podría llegar hasta las líneas enemigas y rescatarla. Lucharía a su lado y salvarían su reino. Lograrían vencer. El Capitán se agachó y se ensució las manos con tierra ensangrentada; luego blandió su espada y se preparó para morir en la lucha. Había dado su sangre y su alma por su reino múltiples veces y, aunque en muchas ocasiones, la fatiga lo venció y creyó que su vida había terminado, sus compañeros habían logrado salvarle la vida muchas veces. Y siempre sentía que su alma se rompía cuando los veía morir.
—Tenemos que movernos más rápido —dijo uno de sus camaradas, enfundado por completo en su cota de malla y su armadura negra. Sangraba por uno de sus brazos, pero permanecía en pie a su lado. —Pronto nos alcanzarán. —Titubeó durante un momento y el Capitán supo que traía malas noticias—. Han capturado a la Reina.
Al Capitán se le cayó el alma a los pies. La Reina era una guerrera poderosa y letal y todos se desmoralizarían sin su presencia. Ya podía ver los rostros cansados de los hombres que tenía a su cargo, con los pies sangrantes y las espadas rotas. Observó el horizonte con determinación y miró hacia el cielo, rezando una plegaria.
—¿Qué va a hacer, señor? —preguntó el mismo soldado que le había entregado la noticia. El Capitán no respondió. Dirigió su mirada a uno de sus superiores, el estilizado y fiero Primer Maestro, el alfil del Rey, que también se había dado cuenta de la situación. No podía acercarse a él para pedirle permiso, porque todos sus movimientos estaban dominado por el enemigo blanco que continuaba lanzando piedras contra ellos, asediándolos sin cesar.
—Voy a ir por ella —susurró y el Primer Maestro asintió con la cabeza. No sería la primera vez que se arriesgaba de ese modo. Necesitaría la ayuda de sus compañeros, pero podría llegar hasta las líneas enemigas y rescatarla. Lucharía a su lado y salvarían su reino. Lograrían vencer. El Capitán se agachó y se ensució las manos con tierra ensangrentada; luego blandió su espada y se preparó para morir en la lucha. Había dado su sangre y su alma por su reino múltiples veces y, aunque en muchas ocasiones, la fatiga lo venció y creyó que su vida había terminado, sus compañeros habían logrado salvarle la vida muchas veces. Y siempre sentía que su alma se rompía cuando los veía morir.