Allí no
había nadie.
No sabía
por cuánto tiempo había estado ahí ni qué era ese lugar, pero cuando abrió los
ojos en un instante se dio cuenta de que estaba en aquel lugar infinito.
Frunció el ceño. En realidad, «infinito» no era la palabra. Todo era blanco y
sin bordes, pero no podía asegurar que ese sitio no tuviera límites. Era
simplemente que no lo sabía.
Sentía
los músculos agarrotados y rígidos y se demoró unos minutos en vencer el mareo
que le producía el lugar. Sus pies no sostenían su peso, porque el suelo era
también las paredes y el techo y no sabía si podía sostenerse de alguna parte.
Gateó un par de veces para convencerse de que el blanco de abajo era realmente
el suelo y se levantó. Eso no significó ninguna diferencia.
Se pasó
las manos por el pelo y notó los familiares rizos enmarañados de su cabello. Se
frotó las mejillas y parpadeó con fuerza varias veces. Tenía las gafas en su
lugar. Solo podía escuchar su respiración y el suave silbido de su nariz al
inspirar el aire. Se llevó la mano izquierda al cuello y titubeó:
—No hay
nadie aquí.
Su voz
sonó estruendosa y volvió a fruncir el ceño. Carraspeó un par de veces y volvió
a hablar, pero en cada ocasión parecía que alguien hubiera hecho explotar un
petardo. Su voz parecía amplificada cinco veces. Tragó saliva y no dijo nada
más. Luego de un instante de duda, probó a avanzar un paso y luego otros más.
El estómago le daba un vuelco cada vez que perdía la concentración y pensaba en
que daría un paso en falso. El blanco no le hería los ojos, pero no terminaba
nunca. Sus manos, su ropa, sus zapatos viejos… todo manchaba el blanco, que
permanecía inmutable.
Caminó
por un rato hasta darse cuenta de que no parecía estar avanzando. No sabía
cuánto tiempo había pasado, pero alcanzaba a notar un leve dolor en las plantas
de los pies. Miró hacia atrás, pero era igual que adelante y no dejaba la menor
huella. Se quedó unos momentos de pie, en silencio, mirando su alrededor,
idéntico en todas direcciones. Empezó a mordisquear la tela de una de sus
mangas, de forma distraída, y en unos segundos tiró de una hilacha hasta
arrancarla de la ropa. Cayó suavemente sobre el piso blanco. El azul opaco y
desvaído de ese hilo insignificante resaltó ante sus ojos.
—Una
marca —dijo antes de recordar que su voz sonaba como el grito de una montaña.
Hizo un gesto de irritación, pero mantuvo los ojos clavados en el hilo que
estaba sobre el suelo. Blanco. Blanco. Y luego un intenso y pequeño azul en
mitad de la nada. Retrocedió unos pasos, pero el hilo continuó allí. «Evidente»,
pensó con una mueca de entusiasmo. Sus pensamientos sonaban especialmente
lejanos, más tenues incluso que los ecos que todo el mundo escuchaba en su
cabeza.
No sabía
qué hacer con ese pequeño trozo de color en mitad del blanco. No sabía si tenía
alguna utilidad o si podía usarlo para algo. Sí, podía marcar que ella había
estado allí, pero… Si avanzaba y avanzaba y avanzaba, lo mismo daría si ese
hilo azul estaba allí. No había nadie allí que pudiera seguir ese rastro. Y si
ese lugar infinito tenía paredes y un techo y era solo un pequeño cubo blanco…
¿Luego qué?
Se sentó
en el suelo. Jugueteó con el hilo que había arrancado de su manga y agachó un
poco la cabeza. Se frotó la cara y notó que las mejillas le ardían. Se tocó la
frente, pero estaba fría. Miró a su alrededor de nuevo. La volvió a bajar
enseguida. Lo mismo daba observar el blanco entre sus pies que el blanco en
todo su horizonte.
«¿Y qué
sentido tiene?», susurró el eco casi inexistente de nuevo. Había despertado,
pero no sabía cuándo volvería a quedarse dormida. Habían pasado minutos, pero
no recordaba cómo se transformaban en horas. O cómo pasaba el tiempo. Solo notó
que en un instante, algo empezó a crecerle adentro, cerca de su abdomen y
empezó a subirle por el pecho, enroscándose en sus tripas, en sus costillas,
dándole cosquillas en los brazos. Tragó saliva y apretó los puños con fuerza,
pero el blanco de sus nudillos no podía rivalizar el del mundo entero.
El grito
siguió avanzando por su cuerpo. Se levantó de un golpe y cerró los ojos por el vértigo que le
produjo. Echó a correr de inmediato, sin recoger el hilo azul que quedó
manchando el suelo. Corrió con torpeza, haciendo retumbar todo su cuerpo contra
el suelo con pisadas brutales. La ropa le sofocaba y sentía el sudor formándose
en su cuello y en sus manos. Se cansó de correr poco después y volvió a
sentarse en el suelo, jadeando un poco. El grito se atascó en su esternón. Bajó
la cabeza y apretó los dientes.
«Sí,
¿qué sentido tiene?»
«¿Qué
sentido tiene?»
El eco
era como un compás. Cada palabra se hundía en el blanco con el mismo ritmo.
Bam, bam, bam. Qué. Sentido. Tiene. No compartía un son con sus latidos. Su
corazón iba más rápido, aunque ya no estaba corriendo. Se arrodilló en el suelo
y apoyó la frente contra el blanco. Estaba frío y seco, pero no le raspó la
piel. «No tiene ninguno», susurró su eco y pareció reírse. Escuchó el sonido
suave de una risa que empezó a convertirse en una carcajada y, aunque resonó
por todo el blanco y le atravesó el cráneo y los oídos, siguió riéndose, como
si estuviera escuchando a otro.
Levantó
la vista y se apartó el pelo de los ojos. Ahogó un quejido cuando un nudo se le
enredó en los dedos y tuvo que tirar para alejar la mano. Siguió riéndose hasta
que empezó a gritar. Se levantó para echar de nuevo a correr, pero recordó que
ese lugar blanco no tenía paredes, que lo único que sostenían sus pies era ese
suelo frío que no tenía bordes. «¿Dónde estoy?». Esta vez el eco se sentía más
cerca, pero no podía asegurarlo. Apretó los dientes y estrelló el puño contra
el piso. El dolor le recorrió todo el brazo, pero volvió a golpear. Sus gritos
le golpearon la mente como martillos gigantes.
La mano
se le enrojeció y le empezó a temblar de dolor con cada golpe hasta que los
alaridos que se habían subido por su cuerpo y se habían alimentado allá adentro
hasta escaparse por su boca, se transformaron en quejidos patéticos. Se miró la
mano y vio que empezaba a amoratarse. Se enjuagó las lágrimas con la otra mano,
sin dejar de balbucear quejidos. Sin embargo, algo adentro suyo seguía
removiéndose. Todavía quería correr. Todavía quería romper ese suelo blanco o
mancharlo de cualquier color, de arañar la superficie hasta arrancarse las
uñas.
«Sí,
pero… ¿qué sentido tiene?».
Hipó un
par de veces y se acostó en el suelo. Apoyó la mano herida sobre su estómago y
la dejó quieta mientras se pasaba la manga por la nariz para limpiarse la nariz.
Ahora las mejillas le ardían aún más y notaba los párpados pesados. El blanco
no parpadeó. Cerró los ojos un segundo y los volvió a abrir y esta vez adentro
suyo todo empezó a convertirse en vapor helado. Quiso frotarse las manos por
instinto para entrar en calor y reprimió un grito al notar que la mano se le
reventaba en un dolor ardiente.
Empezó a
tiritar mientras el corazón le latía en los dedos de la mano lastimada. Suponía
que un vaho le saldría de la boca con cada aliento, pero no alcanzaba a notarlo
contra el fondo blanco. Gimiendo de dolor, se encogió en el suelo y trató de
cubrirse aún más con la ropa. Sin embargo, el frío no venía del blanco
infinito, sino de dentro. Se mordió un labio y siguió tiritando. Ya la voz no
le salió de la garganta cuando trató de decir algo.
«¿Qué
sentido tiene?». Esta vez, el susurro casi le acarició la oreja con una risa
burlona. El blanco no se movió, pero el miedo aleteó en su estómago,
congelándose de inmediato. Cerró los ojos con fuerza, pero también sus lágrimas
salieron frías y bajaron lentamente sobre su nariz como gotas gélidas hasta
estrellarse en lo blanco. Se llevó la manga azul deshilachada a la boca, pero
no la mordisqueó. Se quedó mirando el color de los hilos rotos contra la
superficie del suelo solo un instante. Esta vez, se le cerraron los párpados
lentamente. La oscuridad incluso así era más clara, pues se podía adivinar el
intenso blanco detrás de ellos.
—Ninguno
—dijo y esta vez su voz solo se escuchó en un quedo susurro, como un silbido de
viento que aparece en un solo instante—. No tiene ninguno…
Allí no
había nadie. Se removió en el suelo un par de veces más. El blanco se le acercó
por todas partes y se rio entre dientes. «No te vayas nunca entonces». No lo
escuchó. Mantuvo los ojos cerrados hasta que cayó dormida.