La biblioteca vibraba en un silencio tenso. No se escuchaban
más que casuales susurros, pero el ambiente estaba cargado de urgencia, y el sonido de libros
abriéndose y cerrándose, de pergaminos rotos y de maldiciones entre dientes
parecía amenazar todo como una tormenta.
―Nos quedan tres horas para entregar el informe ―masculló el
más joven y se pasó la manga por la frente. Tenía el cabello rubio mojado de
sudor, aunque no había sol.
―Gracias por esa información tan útil ―replicó su compañera
y arrugó una hoja inservible de pergamino. Los dedos se le mancharon de tinta y
soltó una maldición.
―¡No hay manera de terminar esto a tiempo! ―insistió el
joven, flexionando la muñeca un par de veces para descansar la mano.
―¡Que te calles de una vez!
―Hay tiempo ―dijo la mayor―. Tanto tiempo que, en realidad,
voy a tomarme un descanso y vuelvo enseguida.
Los dos discípulos interrumpieron su acallada a pelea y
miraron a la maga con idénticas expresiones de espanto. Ella se rio al ver que
el ceño fruncido de la joven se fruncía aún más y que se le retorcía la boca,
preparada, no cabía duda, para intentar convencer a su maestra de la locura que
eso implicaba. El muchacho, en cambio, simplemente se la quedó mirando con cara
de estupefacción y tomó un rollo para abanicarse.
―Pero… ―comenzó la chica.
―Ya estamos terminando. Y, de todas formas, lo más
importante es poder replicar la poción cuando corresponda. Querrán probarla. Si
no logramos prepararla bien, el informe será lo de menos. ―La maga volvió a
sonreír―. Y saldrá bien. ―Desvió la mirada hacia un elegante reloj de arena que
estaba en una de las estanterías de la biblioteca―. Ya vuelvo, chicos.
No les dio tiempo a protestar. Se deslizó desde la pesada
banca de madera sin decir otra palabra. La túnica silbó con el roce del aire y
se escucharon sus pasos sobre el piso recién encerado. La maga saludó con un
gesto al recepcionista que tenía la nariz pegado en un grueso volumen
enmohecido y salió de la torre.
Afuera la niebla cubría los jardines. Era su clima favorito
y, aunque en realidad estaban en mitad del verano, cada semana se sorteaba un
clima diferente para poder saciar todos los gustos del campus. Durante la última
semana, en donde le tocaba el turno al calor endemoniado que siempre preferían
los estudiantes del norte, no salía de su cámara salvo fuera estrictamente
necesario.
Pensó en los dos discípulos, mordiéndose las uñas y rasgando
las plumas a toda velocidad para completar un informe que, estaba casi segura,
no iba a leer nadie, y sonrió a su pesar. Había pasado tiempo desde la última
vez que había jugado el papel de supervisora de Pociones y solo un poco menos
desde la última vez que había preparado una ella misma. Las pociones de los
últimos meses apenas contaban. Simplemente eran copias de recetas viejas que,
aunque de delicioso aroma y color, tampoco eran nada impresionante.
Se ajustó el enorme y puntiagudo sombrero y cruzó las
puertas del campus. No había nadie en la guardia, lo que era simplemente
genial. ¿Nadie se acordaba ya de los espías, las sombras-sanguijuelas o esa vez
que un estudiante borracho se tropezó en la puerta y se abrió la cabeza? De
todas formas, no podía quejarse. Un puesto de guardia vacío era un puesto de
guardia que no hacía preguntas.
El No te olvido era
la única taberna que estaba cerca del campus. Eso era, claro, porque las otras
dos, que estaban a una distancia algo mayor, se habían quemado sucesivamente en
los últimos cinco años. La hija menor de la dueña de No te olvido se había especializado en piromancia durante su estadía
en el extranjero, pero nadie había dicho ni mu
al respecto y de todas maneras, su taberna era mejor que las otras dos y
con mejores precios, así que, ¿para qué hacer caso a los rumores?
La maga llegó a la puerta de hierro oxidado, tocó cinco
veces con una mueca de dolor por el impacto en los nudillos y esperó.
―¿Sí? ―respondió una voz femenina. No se podía escuchar nada
desde adentro.
―Busco a alguien que conocí.
―¿Y está aquí?
―Lo está.
―¿Y si no es así?
―Volverá.
Era una fórmula ridícula que cambiaba cada vez que a la
dueña se le ocurría, pero todos los meses había un anuncio en el vestíbulo
principal del campus, escrito a trompicones y manchado de tinta, con la nueva
contraseña. Una vez solo habían anotado “Si Eletrio Niomergan aparece, que
pague de una vez”. Varios habían preguntado qué sentido tenía tener una
contraseña si todo el mundo podía verla en el estante de anuncios, pero nadie
había obtenido respuesta nunca.
La puerta chilló, rechinó y finalmente se abrió. La taberna
era amplia y bonita, con enormes antorchas mágicas que iluminaban la barra y
los asientos. Fuego extranjero, lo
llamaban los más jóvenes, porque cambiaba de color ―del morado al azul, del
azul al amarillo― y eso no es enseñaba por acá. En el campus, la idea era que
el fuego quemase. Daba igual el color.
Había música y bastante gente. La maga ya conocía la
dinámica. Al frente los que solo estaban allí para comer y beber de forma
tranquila, algunos que se juntaban a cenar o que estaban de paso por la zona.
Un exquisito aroma a hamburguesa de ternera con pepinillos salteados le hizo
rugir el estómago a la maga, pero decidió ignorarlo. Junto a la chimenea
estaban los músicos. Era una mezcla de errantes con talento, regulares
habituales y borrachos sin remedio que, contra todos los pronósticos, no
desentonaban del todo con las conversaciones.
Al fondo a la derecha se reunían quienes no esperaban
compañía, no querían ser molestados o querían pasar desapercibidos. Usualmente
era menos siniestro de lo que sonaba. Por lo general, allí bebían solitarios,
antisociales o viajeros cansados que no deseaban entablar conversación con
nadie. Solo un par de veces habían acudido allí malacatosos de oscuros planes,
pero podría ser simplemente un rumor que la dueña había dicho para darle algo
de nivel a la taberna.
La maga se dirigió hacia el fondo sin mirar a nadie en
particular. A la décima mesa, oculta detrás de unos estantes de ron añejado,
bellos y pequeños barriles con sellos negros, que más valía no mirar demasiado
si no se tenía la bolsa bien llena, lo encontró. Sin pedir invitación o
permiso, agarró una silla vacía y la puso en la misma mesa. Alzó una mano y
llamó al camarero.
―Una botella con limón.
―¿Malta con limón? La última vez ordenaste un jugo de frutas
―comentó el que estaba sentado allí.
―Ya ves. Ahora pido una malta con limón. Los dragones nos
lleven a todos. Pero veo que sigues mascando la misma pipa.
El viajero sonrió. Llevaba ropa holgada y oscura, de lana
basta. No se escuchaba el continuo tic tac de sus pies, así que seguramente
llevara botines gruesos, envueltos en forro. Seguro que acababa de llegar. La
capa, gruesa y pesada y del mismo tono que el resto de su atuendo, siempre le
había parecido demasiado, considerando
que además andaba para todos lados con un sombrero de ala corta, que parecía
extraño y achatado al lado del suyo, alto y puntiagudo. El humo de la pipa
empezó a enrarecer el ambiente, pero ella simplemente agitó la mano y se apoyó
en un codo.
―Hace un frío delicioso ―comentó ella con una sonrisa―. Y
vas más abrigado que un cazador en la estepa. ―Ella desvió la mirada un
momento―. Ha pasado tiempo, ¿no?
―Un poco ―admitió él y tomó un trago―. ¿Sigues en el campus?
Ella asintió.
―¿Sigues merodeando?
Él repitió el gesto.
―¿Algo nuevo que contar? ―preguntó ella con interés. No
guardaba demasiadas esperanzas.
―Una que otra cosa…
―Ja. Pero no vas a contarme, porque eso indicaría el fin del
mundo.
―Quizás no son cosas tan interesantes. ¿Y tú? ¿Algo nuevo?
¿Has hecho explotar algún ala del calabozo con experimentos?
Ella se rio. El camarero llegó con la malta y rápidamente
abrió la botella para beber. Sabía fresca y ácida y parecía tener burbujas
escondidas.
―No realmente ―dijo luego de terminar el trago―. Tengo a un
par de novatos terminando un informe que nadie leerá. Quizás haya otro par de
cosas, pero nada emocionante. Ya sabes, viejas pociones, horas entre
pergaminos, muchas monedas gastadas en materiales. Como siempre.
―Como siempre ―repitió él, pero esta vez sonrió. Una sonrisa
con humo.
Bebieron en silencio un momento. Si a alguien le sorprendió
que hubiera dos personas reunidas en la parte del fondo del No te olvido, nadie hizo comentarios. La
maga miró al viajero entre cada trago de la botella. Quizás fuera por la ropa,
pero parecía el mismo de siempre. Seguro que no lo era. Andaba por allí
haciendo quizás qué, con su pipa y su sombrero. A veces le llegaba una carta suya,
breve, concisa, siempre preguntando si todo iba bien, si había pociones nuevas.
Ella respondía de la misma manera, disfrutando de esos rasgares parcos, un par
de líneas que luego viajaban más allá del campus.
Pero siempre volvía el mismo día.
―Me alegro de verte ―dijo ella cuando se terminó la botella.
Era pequeña, barata, apenas le había entibiado las mejillas―. A ver si la próxima vez estás más comunicativo, que
no es realmente mi estilo estar en un rincón rumiando una malta.
―Quizás la próxima vez compres uno de esos ―señaló con la
cabeza los barriles de ron con el sello negro. El viajero se rio con la cara de
desagrado de la maga.
―Qué asco ―comentó―. Y ni hablar, estoy en modo ahorro.
Acabo de gastar una fortuna en un apoya-calderos nuevo y en un mueble de
ingredientes. No está el horno para bollos.
―¿Qué le pasó al viejo apoya-calderos? ¿No lo habías
adquirido hace poco?
―Sí, pero me cambiaron de sala en la Torre. Es más grande,
así que puedo tener más espacio para los libros, el frasco de hígados y todo
eso. Dejé el otro donde estaba, seguro que a alguien le sirve.
Una enorme risotada interrumpió la conversación. No se
adivinaba la niebla que había afuera. Aunque en su mayoría se debía a que era
una enorme mole de piedra gruesa, madera y fierro, también las enormes hogueras
coloridas parecían borrar cualquier rastro de lo que hubiera afuera.
―¿Vuelves ya al campus? ―preguntó el viajero de pronto.
―Sí. Los chicos ya deben estar entrando en pánico. ―La maga
manoteó apenas el sombrero del otro y se rio con su expresión―. A la otra
tienes que traer más historias preparadas.
―Quizás ―dijo él y se encogió de hombros. Cómo le gustaban
las frases cortas y misteriosas―. Si tú me traes una poción.
―¿Es eso un trato?
La maga se levantó sin esperar respuesta. Extendió una mano
y estrechó la del viajero, que soltó una carcajada sarcástica cuando lo hizo.
―Hasta la próxima.
―Ya. Hasta entonces.
La maga dejó la silla en su lugar y se alejó de la mesa.
Cuando llegó a la barra, dejó la bolsa, algo abultada de tintineantes monedas,
frente a los ojos de la dueña que, en su defensa, le sostuvo la mirada.
―Un sello negro para la décima mesa.
―¿El de la capa?
―El mismo de siempre.
―¿Celebra algo o va a morirse? ―se rio la dueña, tomando la
bolsita.
―Vaya uno a saber, ¿eh?
No se quedó a esperar. Afuera una ráfaga de viento casi le
botó el sombrero puntiagudo y tuvo que arrebujarse un poco en la túnica para
cubrirse del frío. Ese era el problema de No
te olvido. Uno se quedaba demasiado tiempo adentro y se olvidaba un poco de
cómo era la realidad afuera. A su alrededor, no había nadie en los jardines. Un
cuervo graznó en algún lado y la maga apretó el paso, recordando a los
histéricos discípulos y su informe.
Pensó en el horrendo barril de desagradable ron caro y sonrió.
Qué tontería.
«A tu salud, fantasma».
Quizás preparara una poción esa noche. Una poción morada y
azul, como las hogueras mágicas de la taberna junto a las puertas.
En las puertas, el puesto de guardia seguía vacío.