Ella se
sentó en el borde de la ventana y dejó que el viento fresco soplara,
alborotándole el pelo. Todo sabía a noche. A libertad, después de todo. Podía
ver las luces a lo lejos y sonrió, preguntándose si durante las noches él vería
lo mismo. Si quizás encendería un cigarrillo, sonreiría con la misma sonrisa de
no, gracias y de no me entiendes y quizás miraría las luces. Solo, igual que ella.
—¿Dónde
estás? —preguntó. Fue solo un susurro. Quizás hasta se lo había imaginado. Pero
sonó bonito allí donde nadie más podía oírlo. En especial él. Las luces
parpadeaban a su alrededor, pero no le decían nada. Nada ya parecía decirle
nada últimamente. Olía a verano y a calor y a despedidas. Se rio de su metáfora
mental, porque, en el fondo, como toda metáfora manida, como todo cliché mental
y toda sonrisa torcida en la noche… era cierto. Febrero era el ciclo de los
secretos. De los te quiero hechos dibujo y de los no soy quien crees hecho
silencio. Se disfrazaba de primavera, pero solo era verano. Solo era calor y
envidias de invierno.
Y de
metáforas
Y todo
era él y él y él, aunque no lo quisiera, aunque lo reconociera, aunque lo
evitara. En el fondo, siempre había sido sobre él y sobre ellos. Y sobre ella y
sobre escribir. Se rio cuando pensó en cómo sería poner todo eso por escrito.
Sería gracioso y triste. Estúpido, porque nadie lo entendería y tendría esos
aires pretenciosos de la poesía, de decir y no decir, de sonar profundo cuando
el asunto era simple. Ella lo extrañaba. Y lo quería. Pero las cosas no eran
simples, aunque la vida fuera bastante simple. Pensó en la carta que nunca le
mandó y en las cartas que él dejó de escribirle. Y volvió a mirar las luces.
Se
dedicó a soñar por un minuto que él también las veía. Que él estaba allí, con
la barba desastrada, el cabello de vagabundo y el cigarrillo en la boca. Le
sonreiría, desviaría la mirada, se tropezaría con sus palabras y no reconocería
nunca que ella decía la verdad. Se reiría de ella y dejaría que ella se riera
de él. O quizás se quedaría callado, observando las luces con ella, fumando,
con palabras en la cabeza y recuerdos sin contrato. O quizás nada.
Ella
bajó la cabeza y él desapareció. Solo por un segundo, porque había alquilado de
forma indefinida un cuarto en su memoria y un taller en sus pensamientos. Era
un vago que se tiraba en el colchón de su mala poesía y que se dedicaba a
retorcer sus promesas con una sonrisa rota, triste, de cuentos sin título.
—Sí,
¿dónde estás? —repitió ella, pero esta vez sonreía. Porque nunca se había ido,
aunque estuviera lejos. Porque todo era él y todo era ella y todo era ellos y
ninguno de los dos. Y era palabras tontas y rebuscadas figuras enlazándose en
sus carcajadas.
Ahora
era solo verano y ella estaba mirando la noche.
Olía a malas metáforas. Olía a verano.
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