Baja la
cabeza.
Baja la
cabeza y espera a que el ceño fruncido, impasible, juzgador del chico que tiene
tu edad, pero que viste con uniforme, te termine de sacar las esposas. Las
muñecas te duelen, pero no dices nada. Luego de siete meses, ya te has acostumbrado.
Tal como ya te has acostumbrado a los rostros de los demás, siempre con el
labio un poco alzado, siempre un poco desdeñosos, siempre con la mano firme en
la luma.
Mantén
la cabeza abajo. No mires a la fiscal que ahora solo tiene ojos para su celular,
cuando antes te atravesaba el cráneo con su certeza y su tecnicismo. No mires
al abogado defensor, que, en el fondo, sabe que sin importar lo que hubiera
pasado, volvería a su casa, a su cama mullida, a sus hijos bien alimentados, a
sus muebles comprados en tiendas. No lo resientes. No lo juzgas. Pero es
diferente a ti. En realidad, es como todos.
No
pienses en lo que vendrá ahora., porque por ahora solo quieres pensar en tu
cuarto estrecho, en la pieza arrendada junto con otros cientos iguales a ti, en
tu niñita que no viste para su cumpleaños, en el trabajo que perdiste cargando
cajas, en los estudios que no tienes, en los amigos leales que no entienden qué
pasó. Eres libre y, sin embargo, no quieres pensar qué significa eso.
El
gendarme te libera las piernas y sientes que los músculos te duelen después de
tanto tiempo de andar caminando como pingüino, con el brazo adolorido por todos
las manos que te agarraron y te arrastraron a todas partes. Pero no corras. No
camines. No mires a nadie ni recuerdes que allá a donde vayas, la gente quisiera
escupirte a los pies. No pienses en todos los que, al ver la noticia de que
ahora eres libre, como siempre debiste serlo, sacudirán la cabeza y maldecirán
el sistema. El sistema que los protege, el sistema que te falló a ti, el
sistema que todos dicen que es malo, pero que, en realidad, solo es malo para
los que son como tú.
Mira
cómo llora tu madre. Llora de alegría, de tristeza, de una pena terrible por
ver a su hijo encadenado que ahora puede abrazarla. No llores tampoco. Sonríele
a tus colegas, que están ahí tan confundidos y asustados como tú. Sonríeles,
demuestra que no tienes miedo. Demuestra que no pensaste, al lado del abogado,
de traje, con voz fuerte, en si tu hija te reconocería en diez años. O si
volverías a ver a tus amigos. Si, al salir, ya con la mitad de tu vida gastada
detrás de las celdas, te quedaría alguien. Por un celular que no tienes. Por
unos billetes que nunca tocaste.
No te
preocupes, porque nadie entiende lo que sientes. Nadie que no haya estado ahí,
que no haya vivido donde tú vives, que no haya escuchado lo que tú has
escuchado. Respiras hondo y te ríes con el resto de tu gente. Libre de nuevo.
Escuchas el grito de alegría de tu niña y no puedes evitar que un poco de la
pena que tienes, esa pena de pobre, eterna, que solo duele cuando hace frío, se
te escape.
Pero no llores.
Porque
la vida seguirá doliendo, pero al menos ya será lejos de la frialdad de esos
muros. De las bromas que no entiendes. De los papeles que se juntan y no
significan nada, más que otro mes encerrado, donde no perteneces.
Y deja
que piensen lo que quieren. Deja que te tachen de lo que quieran. Deja que te
vean como un peligro, como un delincuente, como un otro que nadie quiere de
vecino. Deja que te juzguen. Deja que hablen. Deja que te miren desde la
distancia.
Míralos
con la cabeza bien alta.
Y no
olvides abrazar fuerte a todos los que están ahí, temblando, rodeados de normas
y procedimientos y carpetas de colores, contigo, celebrando lo que nunca debió
pasar, celebrando lo que siempre debió ser.
Vuelve a
ser libre. Y olvídate de que, en el fondo, eso nunca será demasiado.
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