Ella sabía que él no iba a llamar. Lo sabía como lo saben las mujeres enamoradas, por lo que no pudo evitar un suspiro. Se quedó junto al teléfono con un vaso de leche y un cigarrillo encendido en el velador que empezó a consumirse sin que lo hubiera tocado.
Dolía parpadear y dolía contar lo segundos, pero tenía que hacer ambas cosas. Se levantó para preparar el almuerzo y volvió a sentarse con el plato en las manos. Se comió todo, pero que apenas saboreó la comida. A las seis de la tarde, bajó la cabeza, tiró el cigarro al basurero ―no sin antes aspirar todo el aroma que había dejado― y limpió el vaso de leche.
Solo lloró cuando el reloj marcó las doce. Cómo odiaba tener razón.
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