Ni siquiera podía moverse. Tenía el vómito en la entrada de
la garganta y las tenazas le estrujaban el cerebro con coletazos de
electricidad y sudor. Sus ojos eran pozos de lava que hacía erupción cada vez
que parpadeaba, pero no hacerlo solo enfurecía más a todo el resto del dolor
que había tomado el control.
No sabía si estaba temblando, pero algo en la convulsión de
sus labios y el rechinar de sus dientes le indicaba que así era. Las sábanas se
le enredaban en el cuerpo, aprisionándolo y estrujando sus músculos. Los mismos
músculos, tendones y nervios que gritaban en un alarido silencioso, de jadeos.
—¿Dónde estás?
Era una pregunta ilógica. No había voces. No había susurros
ni palabras. Allí no podía haber nada, porque estaba solo en mitad de la penumbra
de su habitación. Tragó saliva y ahogó un gemido al notar que algo le arañaba
el cráneo desde el ojo derecho hasta el fondo de su nuca. Era como unas garras
que palpitaban. Intentó mover los dedos, con un terror resignado y se tocó la
cara. Apenas si sentía su propia piel.
Se atrevió a parpadear y la luz le sonrió de vuelta. Era una
luz que se parecía mucho a su hermana pequeña. Podía casi notar las arrugas de
su camiseta rosada y las manchas de pasto en las rodillas de sus pantalones.
Llevaba la coleta desarmada y el cabello enredado entre su nariz y sus
pestañas.
—¿Por qué estás tan
serio? —Los párpados le pesaban demasiado y las palabras no salieron de su
boca. Quería responder, pero si abría la boca, sabía que solo saldría un
estertor agónico y fantasmal. La niña se acercó a él y le acarició la mejilla
con su mano. Estaba fría. Era como un paño helado en medio de la explosión de
fiebre. Soltó un jadeo, pero se arrepintió de inmediato.
Su hermana desapareció cuando volvió a abrir los ojos. Se
deshizo en medio de sus pestañas, en medio de una vorágine de huesos y nervios
que sangraban desde una estructura desencajada. Su pelo largo y desordenado
quedó manchado de fluidos y trozos de carne. Ni siquiera pudo gritar, porque su
garganta se había cerrado. Sin embargo, no debía preocuparse.
Su cuerpo gritó por él. El dolor lo barrió en oleadas de
electricidad agonizante. Hundió los dientes en la almohada y resistió el
impulso de vomitar que subía como espirales por su esófago. Los ojos habían
estallado, aunque seguían en su sitio. Recordó que todavía eran las cuatro de
la tarde y que tenía que escribir un ensayo, ordenar el papeleo de su
escritorio y preparar la cena. Uno, dos y tres, antes de que se olvidara de
todo.
Cuando despertó, cuatro horas después, no recordaba por qué
se había sentido tan enfermo. Maldijo los genes de la rama paterna de la
familia. Sí, claro, podría haberle tocado el don para tocar el piano o la
facilidad para aprender inglés o incluso la nariz recta y definida, pero no.
Había heredado las migrañas.
Se levantó con un gruñido entre los labios, se tomó de nuevo
la pastilla y decidió que no volvería a leer novelas de terror antes de
quedarse dormido. Se tomó la cabeza con una mano y un rugido de miedo se
expandió por su abdomen al sentir la presión a un costado de su cráneo. El
dolor seguía allí. Estaba esperándolo. Decidió que tomar una ducha era la mejor
forma de olvidar la enorme migraña que había tenido y que todavía tensaba las
cuerdas de su cerebro.
La niña lo saludó por la espalda, pero él no logró verla.
Era una suerte, la verdad.
Porque él no tenía ninguna hermana. Y el dolor nunca había
perdonado a nadie.
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