***
Todo rugía a su alrededor. Todo gritaba y se retorcía y caía
y seguía gritando. El calor que le quemaba la cara también le impedía detenerse
a pensar. Y, en cierto modo, eso era bueno, porque pensar en lo que estaba
pasando, en el horno infernal que se había engullido a Valparaíso, terminaría
de quebrarlos a todos.
Escuchaba tantos tosidos y lamentos que ni siquiera podía
distinguir los suyos propios. La tierra ardía. Podía ver cómo la gente corría
con los niños de la mano, las mascotas en brazos y los ojos desencajados de
pena e incredulidad. Cada persona era un golpe. No quería verlos. No quería
pensar en ellos ni en sí misma. No quería pensar en nada. Solo quería alejarse
de ese infierno furioso que lo devoraba todo.
No pensó en «por qué a ellos», ya que, ¿por qué no? La
sensación de injusticia la estaba envenenando mientras avanzaba, mientras
dejaba que las llamas destruyeran su vida y su historia, pero sabía que no
tenía sentido hacer esas preguntarse. Preguntarse por qué la tragedia le toca a uno era, después de todo, desear que
le ocurriera a otro. Sentir que otro la merece. Y no, nadie merecía que el
fuego consumiera su vida, su familia y sus sueños.
Se detuvo un momento, porque el humo ya parecía haberse
convertido en su segunda naturaleza. Tosió durante unos instantes, tratando de
arrancarse las lágrimas del fondo de su garganta. Sus ojos estaban encendidos y
tuvo que enjuagárselos varias veces para poder continuar entre la gente. El
cielo rugía de negro. Las nubes parecían irreales. Eran masas oscuras que
brillaban con una belleza terrible. Negro furioso sobre el rojo abrasador.
Consumiéndolo todo. Cubriendo el cielo desde cada rincón.
—Señor mío, ten piedad de nosotros… Señor mío, ten piedad de
nosotros…
Se dio vuelta al notar a la mujer arrodillada en el suelo
que gimoteaba rezos en medio de la calle. Tenía la ropa manchada de cenizas y
las lágrimas le caían por las mejillas sucias sin cesar, en una paciente
cascada de terror y resignación. Llevaba bajo el brazo unas cuantas frazadas
gastadas, dos libros y una bolsa de arroz. Seguramente, todo lo que pudo tomar
antes de tener que salir de su casa.
Pensó en continuar. Vería decenas, si no cientos, de rostros
parecidos y de puñaladas similares. Sangraría y sangraría antes de olvidar lo
que estaba ocurriendo. Sin embargo, se quedó quieta, en su lugar, con los ojos
enrojecidos por el humo negro y los huesos fríos e incrédulos.
«¿Nadie va a ayudarla?»
Era una pregunta razonable y sencilla, pero el solo
pensamiento la golpeó con una fuerza extraña. Se tambaleó y debió parpadear
varias veces para quitarse el mareo del cuerpo. Se odió por dudar. Por pensar
en seguir caminando, porque siempre había sido así. Porque tenía miedo, porque
estaba perdida y porque siempre había actuado sola. Tragó saliva y cerró los
ojos. Caminó hasta la mujer que seguía llorando y rezando y la tomó del brazo,
levantándola suavemente.
—Vamos, tenemos que llegar a la parroquia… Vamos —repitió—.
Vamos, tenemos que llegar.
—¿Por qué, hija? ¿Por qué? —Tomó un retrato que la mujer
había dejado caer y se la puso en la mano—. ¿Por qué?
No tenía respuestas, así que se limitó a sonreírle. Su
sonrisa brillaba con lágrimas. Siguió susurrando y tirándola del brazo y pronto
empezaron a caminar en medio del calor y el silencio atronador y furioso. Ambas
caminaron y caminaron con los pies adoloridos y la mente nublada, transida de
dolor y sirenas que chillaban a su alrededor, desesperadas por hacer algo,
cualquier cosa, que terminara con ese infierno. Pero todos eran humanos. Aunque
algunos tuvieran uniformes y cargaran mangueras llenas de tierra, todos tenían
miedo. Y todos lloraban, aunque no siempre hubiera lágrimas.
—Padre nuestro… —La voz de la mujer a su lado se quebró y
sus ojos chocaron con los suyos—. Rece conmigo. Por favor… Rece conmigo.
Ella asintió y comenzó a repetir la oración que había
abandonado hacía ya muchos años. La recordaba con facilidad y comenzó a
recitarla sin dudar, sin preguntarse dos veces si era sensato o si no sería
algo hipócrita de su parte. Sujetó la mano de la mujer que la enredó en la suya
y siguieron caminando y repitiendo la oración sin cesar.
—Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea Tu
nombre…
No creía en Dios, pero eso era irrelevante en esos momentos.
Rezaba no para ganarse el favor o la compasión de una divinidad que se ocultaba
tras las nubes negras en el cielo y que había permitido que su casa y la de esa
mujer y la de tantos se quemara en una vorágine de fuego incomprensible.
Rezaba, porque esa mujer a su lado lo había perdido todo. Porque solo tenía esa
fe extraña e irracional de que alguien podría escucharla. Y ella no iba a
quitarle eso. Rezaba, pero sujetaba su mano.
Pensó en su casa y en cada rincón, olor, color, sensación y
recuerdo que se había perdido en un solo pestañeo. Con un rugido. Apretó los
dientes y trató de ignorar el dolor en su pecho, el retumbar de las sirenas y
el humo y el fuego en cada latido y en cada oración. Lloró, porque no podía
evitarlo.
Pero siguió caminando de la mano de la desconocida. Por qué ya no tenía sentido. Echó un vistazo
atrás. Los cerros cubiertos de penumbra ya no estaban salpicados de luces,
nostalgia y pobreza como todas las noches. Ardían y gritaban en una masa roja y
amarilla que serpenteaba entre las casas y estrangulaba los cordones de madera
y sueños. Toda la ciudad tenía el grito en la garganta. Bajó la vista y cerró
los ojos.
Pero no dejó de caminar.
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