El chico
sin nombre hundió un poco más las manos en sus bolsillos. Torció el gesto de la
boca al darse cuenta de que su reproductor de música se había quedado con
batería y tuvo el repentino impulso de querer lanzarlo contra el suelo. Sería
estúpido, sin embargo, así que siguió caminando bajo la noche de verano.
«En
realidad, ni siquiera ha llegado la primavera», pensó, pero el calor que sentía
en el cuello y en la espalda lo hacía pensar en enero y en las vacaciones. No
tenía sentido en mitad de agosto. Cerró los ojos un momento y sacó un
cigarrillo del bolsillo de sus vaqueros. Se detuvo para encenderlo. El humo no
enfrió sus pulmones. Se frotó el pecho con la mano, pero sabía que no iba a
poder hacer desaparecer el agujero que lo corroía. Ni con humo ni con sus
manos.
Se
arremangó la sudadera, pero mantuvo la capucha en su sitio, sobre su cabeza.
Dio otra calada al cigarrillo y siguió avanzando. Sonrió cuando pensó que
estaba a punto de echarse a llorar. Aspiró con fuerza al notar que la garganta
se le cerraba de pena.
—Mierda
—dijo por lo bajo y su propia voz sonaba transparente. Como a muchos, no le
gustaba quedarse a solas con sus pensamientos. Por eso se había traído el
reproductor. Porque así no tenía que escuchar ni pensar en nada más. No tenía
que estremecerse por un frío que no existía, porque solo estaba dentro suyo. No
tenía que avergonzarse por estar caminando como idiota en mitad de la noche,
sin nada que hacer.
El chico
sin nombre siguió avanzando y dobló en la esquina camino a la playa. Terminó
sentándose en una banca de piedra que estaba en la plaza de la fuente. No había
casi nadie a su alrededor. A lo lejos, podía escuchar la música —bom bom— de un pub y las carcajadas
estridentes de los borrachos. El agujero pareció arañarle los huesos, deseoso
por expandirse en su interior. Se encorvó sobre sí mismo durante unos segundos.
Muchas
noches eran como esas. Estaba solo. Se sentía dolido. Caminaba hasta que se
cansaba. Luego regresaba y el agujero seguía creciendo. Seguía sus estudios,
comía con su familia, saludaba a sus amigos y sonreía. No demasiado, porque era
un «chico taciturno y serio». Se levantó con brusquedad de la banca y soltó el
cigarrillo. Lo machacó con la planta del pie. Luego lo observó consumirse
lentamente. El fuego se extendió por toda la superficie que quedaba hasta
abrasarlo todo y apagarse a último momento. El chico sin nombre sacudió la
cabeza y se llevó las manos a la nuca con una sonrisa rota.
El calor
estaba resultado insoportable así que se sacó la sudadera a tirones, como si
estuviera peleando contra ella. La camiseta azul apenas se notaba en la
oscuridad. Hubiera querido sacársela también. Y sacarse él mismo. La piel y los
huesos. Sacarse hasta que no quedara nada. Decidió que las metáforas solo
servían para escribir novelitas para críos y simplemente se acomodó la ropa y
siguió caminando como un fantasma aburrido.
Llegó al
puente que cruzaba hacia el centro de la ciudad y se quedó mirando un momento
el agua en el estero que daba al mar. Solo se veía el reflejo tenue del tendido
eléctrico. Corría una brisa helad desde allí, pero no era suficiente para
atrapar el calor que emanaba de la tierra y del cielo. Se apoyó contra la
baranda del puente y se pasó una mano por el cabello oscuro. Cerró los ojos y
casi escuchó cuando la garganta se enroscó sobre sí misma, estrangulándolo.
—No voy
a llorar —se dijo y se sintió estúpido. Como un niño. Cuando las primeras
lágrimas se le resbalaron por la barba mal cuidada, se las enjuagó con furia.
—No voy a llorar.
Se
mordió la mano hasta hacerse sangrar y lanzó un alarido de cólera. No había
nadie a su alrededor que lo escuchara, pero estaba seguro que en los edificios
contiguos alguien lo confundiría con un borracho escandaloso. La vergüenza le
hizo arder las mejillas. Le dolía la mano y seguía llorando. Volvió a apoyarse
en el puente, pero las aguas seguían tranquilas. Un auto aceleró en la calle
contigua.
Ya era
suficiente. Se enjuagó la cara con las manos y enterró los sollozos en el fondo
del agujero de su pecho. Empezó a caminar de regreso a casa como siempre. Soltó
un suspiro y pensó que le hubiera gustado que alguien se burlara de sus
lágrimas —¡marica! Jajaja— y luego lo
abrazara como a un hermano. Tragó saliva y siguió caminando.
El
silencio lo acompañó en el camino de regreso. Y luego todo volvería a ser un
ciclo sin que nadie sospechara nada, sin que nadie se enterara de lo que
pensaba. Quizás era mejor así, pensó el chico. Nadie tendría que saberlo. Era
solo una tontería en una noche de verano en mitad del invierno. Se enjuagó las
últimas lágrimas.
El
agujero latió junto a su corazón, expectante y arrepentido. Algún día lo
consumiría como el fuego al cigarrillo. Y no quedaría nada más que unas cenizas
negras aplastadas y vencidas. Quizás hundidas en las aguas bajo el puente. No
lo sabía. Podía ser mañana. O en un mes. O en tres años. Pero algún día se iba
a apagar Y le iba a quitar más que solo el nombre. Más que sus lágrimas.
El chico
sin nombre siguió caminando.
Nadie
notó que estaba allí.
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