Simón se encorvó un poco más en la silla en que estaba
sentado y entornó los ojos. Tragó saliva y se preguntó por qué el cuerpo le
pesaba tanto en esos momentos. No era como si tuviera algo en la espalda. Era
simplemente como si todos sus huesos fueran de hierro y no hubiera forma de
moverse sin un gran esfuerzo. Suspiró y el aire salió de él como una estampida,
quizás adelantándose a lo que iba a pasar.
Tenía los ojos clavados en el suelo, así que se dio cuenta
de que sus viejas zapatillas empezaban ya a desprenderse de la suela. La
izquierda, incluso, tenía un par de rayas hechas con bolígrafo, por esa vez que
Francisca intentó dibujarle un oso. La idea no era agradable. Era un lindo
recuerdo, pero, como todos, simplemente dolía. Pesaba. Envenenaba su garganta.
Volvió a tragar saliva.
La niebla parecía entrar por la ventana de la sala de estar.
La ciudad estaba cubierta por una manta blanca y todos caminaban abrigados por
la calle. Soplaba viento helado. Simón no intentó arroparse un poco más en la
delgada sudadera que llevaba. Tampoco era importante. No iba a resfriarse. No
iba a enfermar nunca más. Cerró los ojos lentamente y acarició, distraído, la
superficie de su final.
Empezó a hacerse preguntas un poco más importantes, porque
estar allí, sentado como un tarado, consumiéndose con cada respiro, no era de
lo más inteligente. «¿Dónde?», esa era una buena pregunta. No quería pensarlo,
pero no tenía otra opción. No era como en las novelas. No era un impulso
fulminante. Una desesperación fugaz y definitiva. No era un arrebato de
valentía y dolor. Era un camino lento. Amargo. Pesado. Y no había nadie que le
gritara. Nadie pudiera impedírselo.
Estaba solo.
Simón se sonrió —casi era triste, ¿no?— al pensarlo. Era
dramático y patético y decidió que esas palabras lo definían bien. Era bueno
burlarse. Era bueno no tomarlo demasiado en serio, porque, ¿qué lo era en su
caso? Sus pensamientos iban dando pequeños pasos, preguntándose, devolviéndose,
siguiendo, aguijoneando su cabeza. Era una narración lenta y envolvente. Como
la niebla.
En el pecho era demasiado fácil fallar. Era también muy
estúpido, porque haría que el proceso fuera demasiado lento. Quizás fallara de verdad. Sin embargo, el miedo
al dolor lo paralizaba. El hielo de sus manos cedía paso a ese miedo más gélido
y penetrante. No era tanto fallar, como sentir dolor. «Eres un cobarde», se
dijo y volvió a sonreír. Tragó saliva y decidió que era mejor no innovar. No
era el primero ni el último. Nada era especial. Nada era distinto. Solo otro
comentario entre dientes. Otra crónica al pie de página de las vidas de todos.
—¿Y si te lo piensas bien? —se preguntó en voz alta y su voz
sonó más grave de lo normal. El eco rebotó en las paredes, pero nadie le
respondió. Al menos su cabeza seguía en su lugar, sobre sus hombros. Era un
triste consuelo. «¿Qué estoy esperando?». Era otra pregunta interesante y sabía
que su titubeo tenía un motivo. Su superficie dudaba. Sus ojos temblaban. Su
cuerpo pesaba. Pero en el fondo —allá, entre sus huesos, entre los nervios,
entre el vapor de su boca—, ya había tomado su decisión. Solo tenía que llegar
a la superficie.
Pensó en algunos nombres. Se imaginó lo que dirían. Simón no
era estúpido. Sabía que no estaba solo. Pero lo estaba. Y esa contradicción era
deliciosa. Miró el arma que tenía en las manos. Pulida, negra, furiosa,
agresiva, embriagante. Su mano parecía demasiado pequeña. Todo él parecía
demasiado pequeño a su lado. Al lado de todo. La levantó y la apoyó contra su
cuello. Un sudor frío le recorrió las mejillas y se sonrió. Su cuerpo
reaccionaba todavía. Tenía miedo. Miedo del dolor. Miedo de desaparecer. De ser
nada. De caer, sangrar y abrir los ojos. De volver a abrir los ojos con su piel
destrozada de agonía. Solo era otro chico perdido, ¿no? Apretó el puño
izquierdo cuando pensó en todas las excusas, todas las explicaciones, todos los
reproches, todas las condescendencias que tratarían de sonreírle. Porque un
chico roto solo lo era por culpa suya. Si tuviera valor, si tuviera fe, si
tuviera inteligencia, si tuviera esperanza, si estuviera ciego, si pudiera ver.
Todo siempre volvía con él.
Las lágrimas le abrasaron la piel. Se encogió sobre sí
mismo, apoyándose sobre su estómago y el dolor le arrancó un grito ronco. De
rabia. De desesperación. Su corazón latía con fuerza. Algo en su interior ya
había aceptado su decisión. Era muchas cosas y lo llamarían de muchas otras.
Ninguna que no hubiera pensado ya. No ser. Ser nada. La boca le sabía a sangre.
Se incorporó y apoyó la espalda en la silla.
Todavía le caían lágrimas por los ojos. Simón tomó algo de
aire y en sus ojos oscuros desapareció el miedo. Solo por un segundo. Todavía
podía contar los segundos con los latidos en su pecho —y en sus muñecas y en su
cuello—, pero sonrió. Sonrió de verdad y empezó a reírse suavemente. Siguió
llorando. La pistola le rozó el cabello negro de la sien y se quedó allí,
aguardando, expectante.
El mundo no se detuvo. La música no alcanzó sus notas más
altas. La cámara no enfocó sus ojos. Nadie entró por la puerta gritando. Nadie
le quitó el arma de la mano. La niebla siguió susurrando a través de su camino
blanco y entró por la ventana con curiosidad. Quizá le besó la frente o quizás
solo fue una ráfaga de viento que se había perdido en la ciudad. Tenía los
dedos entumecidos. No pensó en nadie. No imaginó nada. No recordó el niño
taciturno que había sido ni el color del reflejo de la luna en sus cuentos.
Solo sonrió.
—Soy despojo de la niebla. —Y decidió que había sonado lo
suficientemente poético.
Así que disparó.
Y el frío se manchó de sangre y lágrimas.
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