—Llegas
tarde.
La chica
sonrió y él solo rodó los ojos con una sonrisa arrogante. Ambos conocían esa
sonrisa, porque ella había escrito muchas veces lo extraña que le parecía, lo
única que parecía ser en su boca. En realidad, era una máscara particular que
solo conocían ellos dos. Una forma de disculparse, también. Y una forma de
hacerle saber que nunca se disculparía.
Él no se
sentó a su lado de inmediato. Se detuvo frente a ella y le echó el humo del
cigarrillo encima. Ella tosió, apartó el humo y le dedicó una mirada de
frustración mientras se reía.
—Buen
intento, pero no me matarás tan fácilmente —repuso ella con aquel tono de voz. Él acentuó su
sonrisa.
—No
intento matarte —respondió y balanceó el cigarrillo entre sus dedos—. Si te
murieras, yo me moriría después de aburrimiento y no creo que te guste ser la
responsable de un asesinato. —No reaccionó cuando ella volvió a rodar los
ojos—. ¿No tienes frío?
Había
poca gente a su alrededor y ella había elegido uno de los bancos más alejados,
porque a ninguno de los dos le gustaba la gente. A sus espaldas, el viento del
mar insistía en silbar y colarse entre sus ropas. La niebla sobre los rieles
daba el toque perfecto de invierno que necesitaban. Señaló el horizonte de la
línea del metro y se rio.
—Eso es
lo que quería mostrarte. Se ve como de película de terror, ¿eh?
—Tú no
ves películas de terror —contestó él, pero giró la cabeza para mirar. Sacó su
teléfono móvil y le hizo una foto. La miró un segundo y lo guardó en el
bolsillo con un gesto—. Tienes razón. Se ve mucho mejor en vivo y en directo.
Él
terminó por sentarse a su lado. Nervioso, pero demasiado soberbio y desconfiado
como para admitirlo. El pensamiento la ablandó un poco y sonrió para sí misma
mientras se inclinaba un poco sobre su abdomen y miraba sus propios zapatos.
—Te
extrañé. Lo sabes. —No era una pregunta.
—Nunca
entiendo por qué —repuso él y podría haber salido como una broma, pero su tono
de voz esta vez era melancólico y quizás algo juguetón. Solo un poco. Se apartó
un mechón de pelo rizado de la cara. Ella sintió deseos de tocarle la
mejilla y sentir la aspereza de su barba
mal afeitada, pero sabía que eso era imposible—. Siempre digo que siempre
vuelvo. Si es que eso tiene sentido.
—Sabes
que tus «siempre» son siempre relativos
—contraatacó ella, pero no quería reprocharle nada. Volvió a toser al sentir el
humo en su boca, pero esta vez él solo estaba perdido en sus pensamientos—. ¿Sabías que no se puede fumar aquí? Si un
guardia te ve…
—No me
verán. Y siempre puedo decirle que no lo sabía. —Él se volvió hacia ella y le
sonrió. Esta vez era una sonrisa de verdad. Solo un poco arrogante, solo un
poco nerviosa, solo un poco estúpida, solo un poco de él—. Además, tú eres la chica justiciera. Seguro se te ocurre
algo para salvar a esta pobre alma perdida de las garras de la opresión de la
autoridad.
—¿Como
una buena bofetada?
Ambos se
rieron con ganas. Se sintió bien. Se sintió como si fueran un par de chiquillos
despreocupados esperando el mismo tren que los llevaría a alguna parte. Era un
poco cruel también, porque el tren llegaría tarde o temprano y no se subirían
juntos. Él no había querido llegar, porque siempre tendría que marcharse. Y dos
personas podían reírse solo lo suficiente para evitar llorar, pero nunca por
siempre. Siempre era siempre relativo. El pensamiento les dolió a ambos, pero
él se levantó primero.
—¿Sigues
escribiendo? —preguntó y era increíble cómo todavía le quedaba cigarrillo con
el que matarse un poco más. Parecía un desafío que pudiera tomar con tanta
facilidad ese cilindro blanco con los guantes puestos.
—Sabes
que sí —respondió con ella y le sostuvo la mirada durante un instante—. No
querías venir, ¿verdad? Por eso llegaste tarde.
—No, no
quería venir —reconoció—. Pero siempre vengo. No puedo evitarlo. —La miró con esa sonrisa de nuevo. La sonrisa de
disculpa que no era una disculpa—. Tú podrías evitarlo.
—Sí,
tírame la pelota, viejo. —Él soltó una carcajada y se frotó un poco un brazo.
La niebla estaba avanzando con lentitud sobre ellos—. Y sí, tengo frío. Pero
esa era la gracia.
No fue
un gesto tierno, sino torpe y rodeado de risas nerviosas y carraspeos. Él se
sacó los guantes de lana que llevaba en las manos y acercó su mano a la de
ella. Se le disparó el corazón de miedo. Le rogó con los ojos que se detuviera,
pero él, como siempre, rebelde, idiota, sin notar que las gafas se le
resbalaban de la nariz, no le hizo caso y le tomó la mano. La suya estaba tibia
y era más grande. La de ella era pálida, más gruesa, sin elegancia, y mucho más
fría. Y la aferró con fuerza.
—Estás helada
—le dijo y sonó como un suspiro de satisfacción—. No seas idiota y abrígate.
Ninguno
de los dos apartaba la mirada de sus manos.
—El
caballero no me ha ofrecido su chaqueta —bromeó ella y lo miró a los ojos.
Marrón con marrón. Los ojos más comunes del mundo. Y existían solo en él. Y
solo en ella.
—¿Dónde
quedó la igualdad? ¡Soy de tierras cálidas!
—Oh,
jódete.
Ambos
sonrieron a la vez. Se había acumulado algo más de gente, así que iba a
terminar pronto. Esperaron un poco más antes de soltarse. Él dio otra calada a
su cigarrillo y se dio vuelta .Se alejó unos pasos hasta quedar al borde de la
estación. Como siempre, lucía algo atribulado, indeciso. En dilemas, acertijos,
remordimientos y filosofías de tabaco. Se encogió de hombros y soltó el cigarrillo.
Sacó otro y lo encendió antes de volverse hacia ella.
—¿Te
veré de nuevo? —preguntó ella.
Él se
encogió de hombros.
—Sabes
lo que pasa cuando prometo algo. —Él sonrió con amargura—. Pero sabes que
siempre vuelvo.
—Y que
tus «siempre» son siempre relativos.
—Así
que… ¿Hasta la próxima?
Quiso
volver a estrecharle la mano. Pero solo sonrió con satisfacción, asintió con la
cabeza y se cruzó de brazos. Queriéndolo. Perdonándolo. Pidiéndole que no, no
fuera idiota y volviera. Alguna vez, ¿no?
—Hasta cuando
quieras.
—Te odio
—le espetó él con una sonrisa de verdad y en sus ojos también se iluminó ese
sentimiento reprimido que él había soltado entre balbuceos hace ya mucho
tiempo.
—Y yo
también te quiero.
Fue
mucho más largo, pero duró un segundo. Se quedaron ahí, como un par de tarados,
mirándose. Con palabras, casi. Pero él odiaba la poesía, así que no hizo más
que sonreír. Y era casi de verdad y casi disculpándose. Ella simplemente lo
miró y deseó que sus sueños fueran menos borrosos, porque casi no podía verle
los ojos.
—Sigue
escribiendo —dijo él.
No
alcanzó a responderle, pero no hacía falta. Desapareció y dejó su apestoso olor
a cigarrillo barato detrás. Y la tibieza en su mano. Ella se rio y se levantó a
tiempo para entrar en el vagón del metro que acababa de llegar. Miró una última
vez las palabras que él había dejado en migajas a su alrededor. Se sonrió para
sí misma y creyó escuchar su risa burlona antes de que la puerta se cerrara.
Deseó
poder ver sus ojos menos oscuros. Menos dolidos. Deseó también poder borrar la
niebla a su alrededor y dejar que viera el cielo limpio. O nubes gordas y de
colores tormentosos, porque eso también le gustaba. Era arriesgado, ¿no? Pero
ella también era una imbécil feliz y egoísta. Y no iba a olvidarlo. No iba a olvidarlo.
El tren comenzó a moverse.
Sonrió.
Algún día, él iba a dejarle la chaqueta y ella le quitaría el cigarrillo. Solo
para joder. Así sería feliz. Y eso era lo importante. Verlo feliz. Aunque todo
fuera endemoniadamente complicado y torpe y frío. Aunque ahora le hiciera daño.
Aunque fuera un idiota exagerado y ella una testaruda egoísta. Aunque fueran un
par de mensajeros con cartas desordenadas.
—Te
perdono por llegar tarde —susurró por lo bajo y podía sentir la calada del
cigarrillo volviendo a envolverla con una mueca de burla infantil. Inexistente.
Penetrante.
Y todo
valió la pena.
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