Quería
alejarse del ruido. No era que le molestara en todo momento, pero la ciudad esa
noche parecía estridente y sofocante y Lionel quería silencio. Cuando empezó a
caminar todavía hacía calor. Para cuando empezó a sentir el crujido de las
hojas bajo sus pies, que indicaban el borde de la ciudad, salía un sutil vaho
de su boca y se arrebujó un poco en su sudadera.
No
había luna llena y tampoco parecía haber nadie a su alrededor. Aun así, casi
podía escuchar a los niños gritando «¡Dulce o truco!», vestidos de momias,
vampiros y pequeños fantasmas, de la mano de sus padres. Adultos severos con
caras de pocos amigos o atrevidos, vestidos también de monstruos horripilantes
con sonrisas infantiles, sin saber que el verdadero disfraz era el que llevaban
todos los días. Pero esos eran solo pensamientos suyos.
Lionel
también se topó con los primeros borrachos adolescentes, con el disfraz mal
hecho o destruido, gritando tonterías por las calles o tambaleándose con risas
estridentes. Quizás le hubiera gustado estar así, borracho y risueño, con cara
de estúpido, pero no se sentía de humor esa noche para fuego en la sangre.
Quería estar en silencio. Incluso en su propia mente. Quería estar lejos de
tantas luces, máscaras y falsos terrores.
Le
hubiera gustado llegar a un bosque frondoso y oscuro. Pero en aquel lugar solo
había caminos de tierra y unas pocas hojas secas esparcidas por el suelo
cubierto de mugre. No se sentía rodeado de naturaleza y de silencio, del verde
mudo del follaje o de la intimidad penetrante de un lugar completamente vacío.
Se sentía expuesto. Incluso tonto por haber cruzado toda la ciudad para no
encontrarse con nada más que hojas secas y edificios apagados. Aun así, siguió
caminando.
Un
perro estaba enroscado junto a una farola, pero ni siquiera se inmutó cuando
pasó a su lado. Lionel se detuvo y pensó en arrodillarse junto al animal y
acariciarle las orejas. Siempre le habían gustado los perros. Parecía que
entendían esa contradicción humana de soledad y compañía y no hacían preguntas
con sus ojos. Deseó tener algo que darle de comer y se hurgó los bolsillos con
aspecto distraído, sabiendo que no tenía nada más que unas pocas monedas, su
celular viejo y un paquete de cigarrillos sin usar. Le dedicó una última mirada
al perro y siguió caminando. Creía escuchar las risas estridentes de los
borrachos incluso a lo lejos. Pero quizás solo fuera su imaginación.
—Estás
enloqueciendo —se dijo de pronto mientras andaba paso a paso, sin ritmo. El
pensamiento lo hizo sonreír y se imaginó con una grotesca careta de payaso y
una sierra ensangrentada, acechando a los transeúntes en las sombras. Pero allí
no había nadie y las farolas del alumbrado público hacían desaparecer las pocas
sombras que lo rodeaban. Había demasiada luz a su alrededor y era casi
medianoche. Tuvo el estúpido impulso de apagar una de esas luces a patadas,
solo para forzar a la oscuridad a tragárselo todo, pero siguió caminando,
desechando ese pensamiento.
Solo
podía escucharse a sí mismo e incluso eso era demasiado. No había suficiente
silencio. Seguía existiendo ese rumor cómplice de la noche, el gruñido de los
vehículos, las voces humanas, los ladridos a lo lejos, la ciudad respirando.
Los muertos tampoco estaban tranquilos, decidió, cuando la silueta del
cementerio empezó a dibujarse una calle hacia la izquierda.
Afortunadamente,
estaba vacío.
Había
temido que hubiera una tropa de idiotas acampando en el lugar, jugando a tener
miedo y a ser valientes, riéndose como tarados entre las tumbas. Sin embargo,
allí solo estaba el viejo Gabo, el guardia de la entrada, medio ciego y
roncando una siesta. Como todas las veces anteriores, Lionel estaba seguro de
que lo había visto entrar. «Siempre hay que estar atento, no vaya a ser luego
salga un finado», solía decirle en broma mientras mascaba un trozo de pan. A
veces le convidaba un traguito de whisky.
Lionel
pasó por su lado y le dedicó un saludo de cabeza sin decir nada. El guardia, en
respuesta, solo roncó más fuerte. El cementerio parecía más pequeño de lo
usual. La tierra estaba yerma y solo las lápidas más grandes, con las grotescas
esculturas y el mármol ennegrecido, tenían algunas pocas flores mustias junto a
ellas. O la gente ya no se moría o simplemente los muertos ya no eran
importantes. El muchacho caminó hasta el fondo del cementerio, con los pies
algo adoloridos, y rozó con la yema de los dedos la superficie áspera de
algunas lápidas de piedra.
Se
sentía solo, acogido, en silencio. No había fantasmas que le susurraran cosas
ni vientos fríos que trajeran ecos de muerte. Solo el silencio, la tierra y el
vago aroma a piedra y flores de entierro. Encontró la lápida que llevaba su
nombre de pila y casi le sonrió al muerto, anónimo y desconocido, que nadie
había ido a visitar, salvo él. No era poesía o capricho el que se sentara
siempre junto a la tumba de un hombre muerto que también se llamaba como él.
Era costumbre. Quizás incluso familiaridad. Era como sonreírle a un viejo amigo
que solo había conocido por cartas. Era una sensación algo infantil, pero la
llevaba consigo sin hacerse preguntas. Suponía que allí radicaba el atractivo
de todo eso. Nadie allí podía responderle, ni fruncir el ceño o siquiera
decirle lo tonto que era. Solo podían observarlo, muertos, sin saber que estaba
ahí.
Lionel
se sentó frente a la tumba y se rasmilló los nudillos contra el suelo. Sacó un
cigarrillo, lo encendió y liberó todo el aire y el humo que había traído
consigo. Ya no podía escuchar los chillidos de los niños o las risas de los
borrachos o los susurros de los adultos. No escuchaba el ladrido de los perros o
el rumor de los automóviles. Allí no alcanzaba a escuchar la ciudad. Solo
estaba él y la penumbra y, aunque sonara ingenuo, se sentía bien.
Era
como estar en un bosque frondoso. No había árboles o demasiadas sombras, pero
todo tenía un aura nebulosa, pese a que no refrescaba lo suficiente. Podía
escuchar graznar algunos pájaros y escuchar el eco de la nada entre las
piedras. Era como estar verdaderamente solo. La idea lo aterraba tanto como lo
fascinaba y lo aliviaba, y le dio la bienvenida a esa contradicción. Exhaló y
dio otra calada a su cigarrillo y se preguntó, como siempre, si el tal Lionel,
el fiambre que siempre lo recibía, aprobaría lo que estaba haciendo.
Nuevamente, allí residía la magia de todo eso. No importaba.
—Feliz
noche de brujas —murmuró entre dientes. Tosió un poco mientras se reía con
suavidad. Luego se quedó allí en silencio. Pensando. Acallando las voces. La
ciudad. Él mismo. Incluso al silencio. Pensó en ellos. Y en ella. Y en sí
mismo. Pensó en que le hubiera gustado traer una botella de vino, solo por la
elegancia, solo para no tener que reírse como idiota o vomitar en un rincón.
Solo para saborearlo un poco, apoyar la cabeza en el homenaje pomposo de otro
muerto y quedarse dormido. El viejo Gabo luego arrastraría los pies y lo zarandearía
hasta despertarlo, escupiéndole mientras lo insultaba, para luego darle
palmaditas en la espalda y desear que lo visitara de nuevo.
Pensó
que tal vez un día debería llevarle algo a ese
Lionel, pobre infeliz. Debía sentirse algo olvidado entre tantas piedras en
silencio. Luego se imaginaba en lo estúpido que sería caminar por toda la
ciudad con flores en la mano para llevarle un regalo a solo un nombre. Porque
eso era su amigo de silencio. Solo un nombre. No había nada ahí que lo
estuviera observando. Y eso le sentó bien, a un tiempo que lo envolvió en una
tristeza conocida. Una tristeza que, decidió, era mejor acompañar con la cabeza
revuelta de alcohol y pensamientos. Se quedó allí sentado hasta que empezó a darle
sueño. No sabía qué hora sería, pero ya el silencio se había vuelto penetrante.
Un escalofrío le recorrió los brazos y sonrió para sí mismo. Las luces eran
tenues y corría el viento de la madrugada. Dejó que la sensación lo atrapara y
se sintió pequeño y solo. Absolutamente solo. Encendió otro cigarrillo y se
tragó toda esa soledad. Con una sonrisa arrogante y con ojos tristes.
Se
levantó y aplastó el cigarrillo con el pie. Se dirigió hasta la salida y
observó que el cielo seguía de ese color azul oscuro, sin luna, repleto de
nubes estiradas, espirales en la punta, como la noche misma. «Puta poesía»,
pensó con una amargura entusiasta y abrió la reja del cementerio.
—Hasta
la otra, amigo —le dijo Gabo.
—No
estires la pata, viejo. Te visito luego. —Lionel no pudo evitar sonreír. El
guardia le devolvió el gesto y volvió a cerrar los ojos.
El
camino de regreso siempre era más agotador. Quizás porque ya estaba cansado o
quizás porque ya no era lo mismo. No caminaba hacia el silencio y hacia un
imaginario bosque frondoso donde perderse. Caminaba de regreso al ruido. De
regreso a sí mismo. De regreso a todo y a nada. Solo. Solo como siempre. Solo
como quería. Solo. Solo. Solo. Y eso estaba bien. Y era desgarrador. Y,
nuevamente, abrazó la contradicción con un suspiro que se ahogó de camino a su
garganta.
No
había monstruos esa noche. No había fantasmas pululando entre la niebla. No
había aullidos de hombres lobo. No había vampiros acechando por su sangre. No
había esqueletos que le sonrieran desde la oscuridad. Solo personas. Y quizás
fuera lo mismo. Siguió caminando y las luces de la noche lo observaron con
curiosidad. Como a un espectro que no ha pedido indicaciones. Perdido. Sereno.
Solo.
Desapareció
mientras caminaba. Ahogado por la oscuridad y por su propia respiración.
Tranquilo, sin miedo, aterrado, con una sonrisa. Caminó y caminó. Llegó a casa
y terminó de apagarse. El ruido creció en su cabeza y la ciudad volvió a
abrazarlo con su pestilencia y su alegría. Con su incomprensión. Con tantas
cosas.
Con
monstruos y espectros reales. De esos con sonrisas y corbatas, de arreglos de
peluquería y cervezas en la mano, de vaqueros y camisa. De cada día. Lionel
sonrió. Miró de nuevo hacia el cielo, pero la noche seguía sin luna.
Y
él seguía absolutamente solo.
Con
una sonrisa arrogante y los mismos ojos tristes.
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