Apretó
los puños. No sentía la sangre resbalando entre los nudillos o las punzadas de
dolor que debería sentir en la mandíbula y en las costillas. Apretó los puños y
siguió corriendo. No había nadie en el sendero que atravesaba el parque. La
idea de que no hubiera nadie en ese lugar, cuando el resto de las noches
siempre había alguien que molestaba e
irritaba y perturbaba la soledad que buscaba, era abrumadora. Dónde estaban, se
preguntaba, mientras hacía crujir los dientes al presionarlos unos con otros. El
fuego era impaciente.
Iván se
sacó la capucha de la sudadera y se arremangó. El sudor le empapaba el cuello y
la parte posterior de las rodillas. Se detuvo junto a la banca que estaba junto
al farol, un poco a la izquierda del sendero principal y entornó los ojos. Se
quedó observando el paisaje desierto por un par de jadeos hasta que finalmente
apareció alguien.
Un
muchacho. Gritaba y se tambaleaba y se
reía. Era evidente que estaba borracho o drogado y que ni siquiera sabía dónde
estaba. Iván lo observó. Se pasó una mano por el pelo, mojado por el sudor y
descansó las palmas en su nuca. Se sonrió. El fuego querría arrancarle la vida
y los gritos, pero solo era esperar un instante más. El chico borracho se apoyó
en la farola y miró a Iván con el semblante borrado y una sonrisa boba. Abrió
la boca para hablarle, soltó una carcajada y un par de balbuceos y volvió a
mirarlo.
—¿Tienes
fuego?
Iván no
le respondió. Claro que tenía fuego. Sonrió y asintió. El chico borracho se enderezó
y sacó un cigarrillo de un bolsillo. Apenas notó cuando Iván le cruzó la cara
de un puñetazo. Claro que tenía fuego. Fuego que quería estallar y que podía
quemar más que un puto cigarrillo. Iván pudo notar cómo los nudillos le ardían.
A su alrededor, todo era negro, azul y amarillo. El amarillo saltaba sobre sus
ojos y se mezclaba con el rojo de sus manos, el rojo del cabello del idiota que
se retorcía en el suelo, quizás sobrio, quizás notando cómo lo hacía mierda con
cada golpe.
Terminó
de rodillas, con el pecho en llamas y la boca reseca. Los brazos le pesaban y
el viento que empezaba a correr en el parque apenas le alborotaba el cabello.
El chico borracho estaba a un lado, con la cara ensangrentada y el cuerpo
machacado, inerte, durmiendo. Iván podía ver su pecho subiendo y bajando y
estaba seguro de que cuando despertara, le dolería hasta respirar. Pero la
verdad no le importaba.
El fuego
lo quemaba por dentro. Comenzaba en sus ojos y se metía por dentro, alrededor
de su garganta, en medio de sus costillas, subía y bajaba por sus brazos hasta
sus nudillos. Golpe. Golpe. Golpe. Era bueno, en ocasiones, sentir el fuego de
vuelta. Golpes. Más golpes. Caer al suelo, en la tierra y retorcerse.
Defenderse, alzar los brazos, soportar la tierra, el dolor y la sangre entre
los dientes y hundirle el hígado a alguien sin rostro. Pelear como demonio para
ganar. No sabía qué ganaba, pero el fuego lo sabía. Y eso bastaba.
Era la
mejor forma de estar solo y de destruirse por completo. De hacerse mierda, de
sudar, de sentir la sangre y las nubes en la cabeza. Solo. Derrotado. Y todo
ardiendo a su alrededor. Él mismo ardiendo hasta estallar, hasta arrastrarlos a
todos a su misma derrota. Y reírse. Reírse con los dientes machacados, los nudillos
enrojecidos y el cuerpo deshecho. Caer. Ver caer. Devorados por el fuego que
era su pecho.
Iván se
levantó, se acomodó la ropa y se subió la capucha. Recogió el cigarrillo que se
había caído y lo prendió con su encendedor. El humo dio vueltas un rato
alrededor de su boca. Mañana tendría que tomarse una aspirina, porque tenía que
estudiar y más tarde estaba ese almuerzo con su hermana. Tendría que correr
para poder comprarle una rosa a Gabriela. Iván sonrió ante el recuerdo. Su
novia siempre había sido una romántica encubierta.
El chico
tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie. Llamó al SAMU y siguió
caminando por el parque rumbo a su casa. El fuego se había convertido en una
suave llama de vela en el fondo de su cabeza. Los nudillos empezaban a dolerle.
Esperaba que su madre no notara la sangre que le había manchado la camiseta o
armaría un escándalo de proporciones. No, tenía que ser cuidadoso como siempre.
La vela
titiló en su retina e Iván soltó una risa ronca y atragantada. Volvía a estar solo.
El fuego
se rio con él.
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