Iniciativa "Blog Colaboradores"
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Leonardo
entornó los ojos cuando el sol le pegó de lleno en la cara mientras el bus
giraba en la esquina del paradero 28. El plástico de la ventana ardía contra su
brazo y el chico sentía que le sudaba todo el cuerpo: tenía la ropa pegada a la
piel y sentía el borde de la frente húmeda y pegajosa. Un dolor de cabeza se
insinuaba en su sien izquierda. Leonardo volvió a apretar los dientes al
recordar que no había traído aspirinas y que también se había olvidado su
reproductor de música y el cargador de su celular. La verdad, cuando se
despertó esa mañana, no pensó que un par de horas después estaría rumbo a Los
Liros, a media hora de su casa, muriéndose de calor.
Y menos
aún se hubiera imaginado la razón.
En la
mañana, había sonado el teléfono y una voz de señora mayor había preguntado por
su madre. Luego de los dimes y diretes, de los con quién hablo, con quién quiere hablar, quiere dejar recado, la
señora acabó por decir por qué había llamado y por qué estaba buscando a
Carmela Díaz. Cuando lo escuchó, Leonardo sintió que las costillas se le
congelaban en el pecho, irradiando frío y estupefacción.
—Es
sobre don Gonzalo. Falleció hace un mes.
Ahí toda
la mañana de Leonardo se fue al infierno. Casi literalmente, se dijo mientras
notaba el calor abrasándole el cráneo. Gonzalo Márquez era el nombre de su
padre, un nombre en el que no había pensado hacía más de diez años. En casa no
se hablaba de él. Leonardo había dejado de hacerle preguntas a su madre cuando
tenía nueve y desde ahí, solo se había preocupado de sí mismo y de su hogar. Lo
que hubiera pasado antes, algo que olía extrañamente a paté de ave y a helado,
no volvió a interesarle.
Sin
embargo, ahí estaba, camino a Los Liros, donde había muerto el viejo, para «recoger
sus cosas y determinar qué hacer con sus pertenencias», como había dicho la
señora. En realidad, solo iba para que no tuviera que ir su madre, ¿no?
—Pero,
¿quién eres tú? —Había preguntado la señora del teléfono—. Tengo que buscar a
los familiares, no sé si…
—Soy su
hijo.
Allí la
señora se había callado. Leonardo sabía lo que estaba preguntándose. «¿Cuál de
todos?». Sin embargo, la gente siempre era demasiado educada para hacer las
preguntas evidentes y, después de todo, ella podría haber deducido que se
trataba del hijo de doña Carmela Díaz. Leonardo esperó con una paciencia
desdeñosa a que del otro lado de la línea la anciana encontrara las palabras
más ‘decorosas’ para decir.
—¿Cuál
es tu nombre, joven? —preguntó y el chico hizo una mueca de desprecio al escuchar
el tono formal que ahora había usado.
—Leonardo.
Mire, si me da la dirección, voy ahora mismo. No tiene por qué molestar a nadie
más.
Al
final, la señora se convenció de que eso era lo mejor y le dio la dirección. No
se sorprendió al ver el nombre de su ciudad natal. Los Liros. El pasado.
—Ningún
hijo ha respondido —dijo la señora cuando terminaron de afinar los detalles y
Leonardo sintió que algo se le retorcía en el interior del cuerpo al notar el
tono triste de su tono de voz.—. Ni tampoco ninguna de las… Bueno, muchas
gracias por aceptar venir.
«Ningún
hijo». «Tampoco ninguna de las…». Las mujeres, claro. El chico se había reído
cuando colgó.
Leonardo
sacudió la cabeza para concentrarse y se bajó del bus. De inmediato recordó por
qué se habían mudado de Los Liros hacía más de diez años. Era ese clima
asqueroso, árido y seco, siempre caliente y siempre de verano, que los había machacado,
a su madre y a él, durante siete años. Leonardo se agitó un poco la camiseta y
se dio aire con la mano. Luego se puso a caminar.
No había
olvidado cómo eran las calles. El pavimento estaba roto en las avenidas
principales y todavía había algunos callejones laterales que estaban cubiertos
de tierra. Había más gente de la que recordaba, pero la mayoría de los negocios
que conocía seguían iguales. El local de comida rápida al lado del colegio, la
botillería de la esquina, el primer Telepizza
que se había instalado frente a las cajas de pensiones, la plazoleta en
donde todo el mundo arriesgaba su vida para poder cruzar, porque todavía no
había semáforo, la bencinera que apestaba a gasolina todo el día y que aún no
clausuraban, la iglesia donde había pasado su primer y último Domingo de Ramos
mirando solo piernas, porque era demasiado bajo. Todo seguía en su sitio. Incluso
él mismo.
Leonardo
se alejó del centro y enfiló hacia la estación de metro, donde estaba la casa
del viejo. El banco estatal seguía igual, en ese edificio deprimente donde
habían hecho fila con su madre por horas y horas. No tardó mucho en encontrar
el conjunto de casitas de la calle Arturo Leida. No tenían jardín y eran
pareadas, pero tenían dos pisos, que era más de lo que podía decirse del resto.
En la plaza que había al frente, rodeada de árboles sin hojas, a Leonardo le
habían entregado un premio de poesía por un poema sobre las Fiestas Patrias y
había besado a su primera novia. Esa plaza olía a septiembre.
Leonardo
contó cuatro casas y tocó el timbre de la única que estaba pintada de un suave
color durazno. Se secó el sudor del cuello con la mano y vio cómo una anciana
alta y maciza se asomaba por la puerta vestida como enfermera. Ninguno de los
dos sonrió.
—Gracias
por venir —dijo ella y lo miró directo a los ojos—. Pasa, pasa.
El sol
desapareció a sus espaldas y el verano se esfumó con él.
¡Hola!
ResponderEliminarSoy tu compañera de la iniciativa. Me pasaba para ver como iba el relato :D
Me está gustando, un beso!