Izbraj
corrió. En un comienzo, intentó ir en busca de su padre, cuyos gritos aún
resonaban en el caos que ahora había estallado, pero cuando el humo de las llamas se le metió en
la garganta y los alaridos fantasmales le atravesaron el pecho, solo corrió. No
lograba ver nada, pero sí sentía el calor del fuego en sus mejillas. Tropezó y
se embarró la cara de nieve y sangre. Sangre pegajosa y caliente. Se levantó y
volvió a echar a correr, sin darse cuenta de que tenía los sollozos atravesados
en la boca.
Los
caballos relinchaban con tanta fuerza que parecían estar chillando en la
oscuridad. Sus cascos azotaban el suelo. Izbraj detuvo el paso doloroso de sus
pies cuando escuchó que los huesos de un hombre se rompían bajo el peso de las
patas de un enorme caballo blanco y sucio. No identificó al que había caído,
pero pronto dejó de gritar. Los dientes del niño chirriaron con el metal de las
armas y la voz ronca de los hombres. Izbraj no se dio cuenta de lo que estaba
haciendo, hasta que un trozo de madera le lastimó el costado y notó que se había
acurrucado en el rincón roto y quemado de lo que antes había sido el hogar de
alguien.
El humo
lo hizo toser. Los ojos le ardían, que era una buena excusa para llorar
mientras todo seguía sumido en un huracán de sonidos que no entendía. Izbraj
levantó la vista y vio que la madera destrozada que lo rodeaba tiritaba y
crujía, amenazando con derrumbarse y dejarlo de nuevo sobre la nieve. El viento
silbante de las noches se había convertido en un vendaval furioso que, sin
embargo, apenas podía oírse.
Cuando una
silueta de asomó entre el humo, el niño se encogió. Izbraj deslizó la mano entre su ropa, buscando
el cuchillo de piedra que llevaba escondido. Tenía la cara llena de lágrimas
secas y sangre fresca. Le temblaba la mano y el corazón le dolía adentro, pero
tomó el cuchillo y guardó un chillido en la boca. Afuera, el fuego rugía con un
crepitar apagado y continuo, terrible, tragando cada vida y cada plegaria.
Izbraj jadeó, sintiendo que el sudor le bajaba por la espalda y que todo el
cuerpo estaba ardiendo. De frío, de calor.
Entre
las ruinas, la silueta se acercó y el niño se preguntó si alcanzaría a rozar la
piedra de su cuchillo, tan pequeño como su propia mano, antes de que el metal y
el fuego le rompieran los huesos. Una vez, Izbraj había visto el costado
desgarrado de un jabalí. Gemía con un chillido infinito, potente para la agonía
de un bruto alcanzado por alguna flecha o por algunos dientes. Aunque el chico
rogó a los dioses del bosque que cubrieran a esa patética criatura entre sus ramas,
no vino nadie. Había alzado el cuchillo un par de veces sobre los ojos de la
bestia, pero siempre las manos le temblaban demasiado. El jabalí se quedó en
silencio antes de que él pudiera recuperar el aliento.
Izbraj
sujetó el cuchillo con fuerza y se encogió aún más junto a las astillas de
madera. Reprimió un grito de dolor cuando varios trozos rotos de piedra se le
clavaron en las rodillas y en la planta desnuda de los pies. Los pasos del
desconocido crujieron sobre las ruinas e Izbraj pensó en las rocas del este,
que seguro ya no existían. En el chorro de aceite y los cereales que crecía en
su huerto. En los dioses que ahora callaban y en que quizás… su madre solo
fuera esas rocas que no eran ahora más que cenizas.
—¿Izbraj?
¿Eres…? ¿Niño…? —La voz jadeaba con dificultad, pero el chico no podía ver el
rostro del desconocido en la oscuridad. La figura soltó una carcajada rota y
estrangulada, demasiado aguda, y los pasos se aceleraron—. Así que los dioses
siguen contigo, niño… Siempre contigo… Y el resto…
El
desconocido no siguió hablando. Avanzaba tambaleándose. Izbraj no necesitó que
el humo se apartara para verle el rostro, porque ya sabía de quien se trataba.
Solo era que no había podido reconocer a Damloj sin el tono socarrón y
profundo. En realidad, si no hubiera sido por las botas de piel de zorro, esas
que solo los de su clan podían llevar, no hubiera podido reconocerlo en lo
absoluto. Parecía que le hubieran arrancado parte del cabello. La cabeza le sangraba
y lo rojo le chorreaba por la cara, pálida, ennegrecida por el humo, hasta caer
al suelo. Tenía los ojos hundidos y enrojecidos y el cuerpo le temblaba como si
no pudiera aguantar el frío. Caminaba cojeando y tenía la ropa rota, sucia,
como si un potro desbocado lo hubiera tirado al suelo.
Izbraj
no dijo nada. Damloj le sonrió, con una sonrisa ensangrentada y temblorosa,
pero el niño solo se encogió más sobre sí mismo y aferró el cuchillo con más fuerza
hasta que los dedos le dolieron. Izbraj desvió la vista hacia un trozo de
madera roto y podrido que estaba a sus pies. Le había caído algo de nieve, pero
no tenía sangre y el frío había impedido que las moscas se acercaran. No iba a
mirar a Damloj. Los pies le ardían con lo gélido del suelo. No iba a mirarlo.
Damloj era el único de los muchachos de la aldea que se internaba en el bosque.
Pero no iba a levantar los ojos. No iba a hacerlo…
—¿Escuchas
eso? —dijo Damloj de forma brusca, atropellándose con las palabas. Miraba el
techo del refugio con los ojos muy abiertos—. Son…
Izbraj
también las escuchó, pero no alcanzó a levantarse. Las flechas silbaron a
través del humo, el fuego y los gritos y se clavaron en todas partes. En el
suelo. En el techo. Junto a la oreja de Izbraj. En mitad de la cabeza de
Damloj. El niño gritó cuando el cuerpo roto del muchacho se desmoronó junto a
la planta de sus pies, todavía con los ojos muy abiertos, mirándolo. Izbraj
gritó y siguió gritando, aunque ya sabía que los dioses no lo escuchaban. Ni
los dioses de la niebla y los lobos. Todos callaban mientras el niño de las
piedras del este gritaba. Muchos otros gritaron con él, pero cada vez parecía
que las voces roncas sobrepasaban a los alaridos en la oscuridad. Izbraj se
levantó, tropezando y con los ojos doliéndole con un ardor que también estaba
en su estómago, en su pecho, en su garganta, en sus piernas. Echó a correr,
pero los ojos abiertos de Damloj lo siguieron.
Y no
quería ver nada. Quería correr con los ojos cerrados hasta llegar al bosque,
hasta desaparecer en la nieve. Pero solo había cenizas y humo a dónde quiera
que iba. Se tropezó y se levantó. La nieve le raspó la cara cada vez. Los
relinchos de los caballos eran cada vez más intensos y fuertes, pero no quiso
mirar. No quiso mirar manos, ojos, piernas, ropas, patas de caballos, trozos de
trigo, puntas de flechas. No quiso mirar nada, aunque lo viera todo. Se tropezó
por última vez junto al centro de la aldea. Se quedó en el suelo, tosiendo,
oyendo el fuego subir y apagarse, buscando más y más, más madera, más carne,
más viento.
Entonces
vio a su padre.
—¡Izbraj! ¡Izbraj! ¡Adentro! ¡Ahora! ¡Hijo!
¡Rápido, rápido!
No, ya
no podía gritarle nada de eso. Y ahora el cuerpo cortado, solo las piernas o
solo los ojos de su padre no podían ver cómo el niño lloraba. Izbraj tampoco
escuchó más gritos, aunque estaba seguro de que algo adentro, quizás cerca de
su pecho, quizás cerca de sus costillas, se había convertido solo en dolor.
«Tatko. Tatko. Padre. Padre... Padre... Padre...». Quiso levantarse, pero el empujón de una flecha lo tiró de nuevo al suelo. La
punta de piedra se le clavó bajo un omóplato y la nieve bajo su cuerpo terminó
de volverse roja. Los cascos de un caballo chocaron junto a su oreja.
—Koylok
—dijo el monstruo-jinete, pero Izbraj solo podía ver los pies sucios de su
padre muerto, tirados sobre la nieve.
El niño
gritó también, quizás. Pero ya no había dioses que pudieran ignorarlo.
Madre mía que intriga todo jaja
ResponderEliminarY el final, pobre. Lo he pasado mal jaja Pobre :S
¡Sigo!