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Ya no
tenía un nombre.
Todos
los días salía de casa con la mochila en la espalda, somnoliento como
cualquiera, tomaba el bus en la parada de la plaza y estaba todo el día en la
universidad. Se dormía en algunas clases, se reía con sus amigos, una lista de
normalidad que cumplía todos los días hasta volver a casa y quedarse dormido.
No soñaba nada en particular. Solo retazos del pasado, miedos infantiles,
preocupaciones diarias que a veces se transformaban en grotescas puestas en
escena que no tenían ningún sentido.
Eso
veían todos. Eso veía también él mismo cuando reconocía su propio cuerpo y su
propia mente. Sin embargo, otras veces, la mayoría de las veces, el cielo
estaba nublado. Había niebla que bajaba de los cerros y cubría el mar y las
calles cercanas a la costa. Esos días despertaba, somnoliento como el otro,
como él mismo y salía a la calle con una sudadera vieja y un secreto en el
bolsillo.
Esa
mañana en particular, amaneció con un sol tímido pero insistente, que se coló
entre las cortinas de la habitación del chico. No había nadie en la casa
todavía, pero la luz le arañó los ojos. Cuando despertó del todo, se dio cuenta
de que el sol en realidad no estaba ahí. Era otro bello día nublado, poblado de
una neblina espesa y una brisa helada. O quizás el sol sí estaba, pero eso no
era importante.
Cuando
se levantó, se llevó una mano al pecho e hizo una mueca de desagrado. Algo le
presionaba ahí, por dentro, como una bola de aire y amargura que le presionara
las costillas, que le cortara la respiración. Notó los ojos algo hinchados y
los brazos adoloridos por los rasguños de sus propias uñas y recordó lo que había
pasado la noche anterior.
«Ella»
El
muchacho rodó los ojos. Por supuesto. El otro se había quedado dormido
llorando, angustiado, hecho una pelota de nervios y estupidez, de conciencias y
sueños que ahora no recordaba. Por ella. Y, por supuesto, por eso ahora había amanecido
con las nubes tapando el sol. El otro se había escondido, demasiado herido para
asomar las narices, se había perdido abajo, bien abajo, entre un constante
viento huracanado y le había pasado las riendas.
El chico
terminó de ducharse y vestirse y salió de la casa sin desayunar con las manos
dentro de la sudadera. Algo pesaba en el bolsillo derecho, pero no le prestó
atención por ahora. Afuera, hacía frío y apenas había gente en las calles. El
muchacho escudriñó el rostro de cada persona que se le cruzaba, sintiendo que
el pulso se le aceleraba —«¿Ahora? ¿Tan pronto?»—, pero se mantuvo
impertérrito, caminando con paso firme, sonriendo a quienes le sonreían e ignorando
a aquellos que evitaban su mirada.
Ella
vivía al otro lado de la línea del metro, pero el chico se tomó su tiempo.
Jugueteó con el objeto que llevaba en el bolsillo, apartando los dedos cuando
el frío de la superficie lo lastimaba y entornó los ojos. Sí, era hoy.
Invisible, normal, inexistente. Volvería a casa con el mismo paso resuelto y
tranquilo, con el pelo algo mojado por el frío y el sudor y tomaría desayuno
con sus padres. Luego llamaría a Héctor y a Sofía para que fueran al cine.
Estudiaría por la tarde. Quizás jugara en su computador en la noche. Nadie
vería nada más.
La
neblina se hizo más espesa a medida que avanzaba. Notaba el latido de su
corazón en el cuello, constante, pausado, expectante. Percibió el aroma de las
panaderías que empezaban a abrir en las calles contiguas a la plaza y decidió
comprarse un batido y una rodaja de jamón de regreso a casa. Se relamió los
labios cuando pisó una hoja y esta crujió bajo su peso, como un trozo de pan
recién horneado. Su sombra no lo seguía.
Pronto
el chico se dio cuenta de que apenas escuchaba el sonido de sus propios pasos.
Sonrió. Adentro, esa bola tonta de tristeza que le pertenecía al otro, se había
transformado en una tormenta. Era como si sus huesos rugieran. Cada paso tenía
un eco terrible, pero, por supuesto, nadie más podía escucharlo. Nadie más
podía ver la niebla acercándose y envolviéndolo por completo. Nadie más ver la
forma de las sombras que veía cuando soñaba. El otro no las recordaba. Pero
siempre volvían. Todo él volvía.
«Ella».
Cruzó la
calle con una sonrisa bailándole en los labios. El viento le azotaba todo el
cuerpo, pero nadie más lo percibía. La misma puerta de un color marrón claro lo
recibió. Se detuvo antes de tocar el timbre cuando sintió una punzada en el
estómago. «Alto». El chico desvió la mirada de la puerta, pero no dejó de
sonreír. «Espera… no…». El cielo seguía blanco, de un blanco infinito. No había
nadie en la calle. Quizás todos dormían. O quizás él no los veía, pero todo era
un de limpio blanco que lo cubría todo. La neblina le rozó la cara, casi como
en una caricia, y se hundió en sus ojos, en sus mejillas, con un frío doloroso,
pero familiar.
Cuando
tocó el timbre, ella se demoró cuatro bocinazos lejanos en abrir. Su rostro
confundido se transformó en uno de resignada tristeza cuando lo vio y pronunció
su nombre.
—¿Qué
haces aquí? —preguntó. Era aquel tono que siempre usaba cuando las cosas no
salían como ella quería. El tono de ‘yo tengo la razón, pero hablemos’. El otro
golpeó al chico en el corazón y algo hizo eco adentro suyo. Un recuerdo quizás.
—Ayer ya lo hablamos todo. Eso dijiste.
—Quería
hacer algo —susurró con calma. Se sacó la capucha de la sudadera y le sonrió—.
¿No tienes frío? —No estaba seguro de si ella alcanzaba a verle la cara, porque
la niebla era demasiado espesa, pero su expresión de extrañeza y, podía
notarlo, de miedo, parecía indicar que sí.
—No hace
frío —respondió ella automáticamente. Tenía una mano apoyada en el umbral de la
puerta y un pie atrás de la puerta. El cabello negro, alborotado y pajizo, le
molestaba en la cara. No llevaba las gafas puestas, pero el chico adivinaba que
sus ojos podían verlo muy bien—. ¿Qué estás…?
No pasó
demasiado tiempo. No fue que el tiempo se detuviera. Nunca era nada fuera de lo
normal. Era siempre la niebla la que lo ayudaba. Su transparencia blancura que
le sujetaba el cuerpo para que no se cayera, para que no olvidara nada. No era
que un chispazo oscuro activara algo en su cabeza. «¡Espera!». Y esos gritos
que no escuchaba, que eran solo ecos, solo eran suyos. Solo un chico normal,
sonriendo, con un arma plateada en la mano.
—Lo
siento —dijo con solemnidad, pero ahora no estaba seguro de que ella lo hubiera
escuchado—. Pero… —Se encogió de hombros—. Supongo que nunca nos conocimos de
verdad.
Ella no
gritó cuando la bala la alcanzó. Quizás no tuvo tiempo, razonó él, o quizás
siempre había sido de esas chicas que no chillaban cuando algo las asustaba.
Disparó de nuevo y adentro suyo todo gritó y todo retumbó. «¡No! ¡¿Qué
hiciste?!». Ese fue el último chillido del otro. Fue como un trueno, grave y
ronco, profundo, que se alargó hasta que ella se tambaleó y cayó al suelo,
jadeando de dolor, con la vista nublada. Ahora ambos estaban en un perpetuo día
de invierno, con el frío crepitando desde sus pies y serpenteando por su
cuerpo.
El
muchacho se llevó una mano al pecho y sintió el fuerte pálpito de su corazón.
Poderoso. Una vez. Otra vez. Se preguntó si ella sentiría lo mismo, si la
carrera desesperada de su propio órgano la estaría matando con cada latido,
bombeando sangre fuera del cuerpo, manchando la puerta, el escaloncito de
piedra, y el blanco que lo cubría todo.
«¿Y
ahora a dónde voy?», se preguntó. Ya no eran dos. Solo era el chico con la
camiseta blanca, el muchacho invisible. Algunos dedos de la mano derecha, con
que había sostenido al escorpión de metal, estaban manchados de sangre. Era BH
negativo. Era ella en pequeñas gotitas rojo oscuro. El chico se frotó las manos
y empezó a caminar calle abajo, de regreso a casa. «¿Y ahora qué?». Metió las
manos en la sudadera y notó el vaho de frío saliendo de su boca. El estómago le
rugió y soltó una risa.
—Desayuno
—murmuró para sí. Su voz era la voz que todos escuchaban. Recordó que debía
llamar a Héctor y a Sofía, que tenía examen el día lunes y que tenía que pasar
algunos niveles por la noche, en su computadora. El rostro nublado de ella le
cruzó los ojos y volvió a sonreír. «Ella»... Ya no existía. Se llevó una mano a los labios y
notó el aroma metálico y penetrante de la sangre. De todas formas tendría que
lavarse. Pero no todavía.
No todavía,
pensó él. Y era solo uno.
Uno bajo
días nublados.
Hola
ResponderEliminarMe gustó muchísimo tu relato, creo que la combinación con la imagen y la canción es casi natural. Como siempre, tu estilo no decepciona, aunque esta vez, quizás hubiera preferido eliminar las referencias a "el chico", creo que un simple "él" hubiera bastado para mencionarlo sin quitarle poesía al relato.
Me encanta cómo lograste impregnar todo de blanco y aún así hacerlo parecer un poco siniestro.
Un gran trabajo, saludos!