Lo observó con una sonrisa en los labios. Una sonrisa
condescendiente, de esas que todos critican, pero que todos usan de vez en
cuando. Con el ojo de un crítico aburrido, de un viejo juzgador con una mirada
rapaz y novelesca. Descripciones usadas y argumentos que se enredan entre sí
mismos. Pero siguió observando.
Lo vio escribir y marcharse. Lo vio llorar y golpear las
paredes. Lo vio, pero siguió sonriendo de la misma manera, porque sabía que
cada palabra, cada risa, cada golpe, cada decisión seguiría sin ser suficiente.
«Continúa con tus diálogos», parecía pensar, «porque nunca te librarán de mí».
Cuando ambos salieron a la calle, miró hacia arriba —siempre
hay que cambiar de aires, ¿no?— y notó que había nubes de tormenta. Eran nubes
gordas, como de algodón negro y llenas de promesas de agua y barro. Sin
embargo, todavía no iba a llover. Cuando llovía de verdad, las nubes no eran
gordas, sino que apenas se notaban, en un cielo blanco y gris eterno e
inmutable donde nada parecía tener relieve. Esas nubes infladas solo estaban
ahí para advertir. Les mandó un saludo y deseó que lloviera pronto.
Vio que no se daba cuenta de las nubes y esta vez rodó los
ojos. En ocasiones, le hubiera gustado pararse delante suyo y darle una
bofetada, de esas que sorprenden en lugar de doler, para que dejara de andar de
aquí para allá como un vagabundo atormentado. Vaya estúpida noción, vaya
tontería. Una chica le guiñó el ojo, pero tampoco se dio cuenta. ¿Quién guiña
el ojo en estos días? Tuvo que devolverse un par de segundos, tirando del
idiota, para ver si aquella chica era conocida. No, solo era igual de idiota.
Suspiró y siguieron caminando.
Lo vio comprar cigarrillos y lo vio luchar contra la llama
del encendedor. Era triste, pero no de la misma manera para los dos. Ese cigarrillo
no significaba más que un capricho obsesivo y estúpido, pero no era lo mismo
para él. Le recordaba unas palabras distintas, unas promesas dolorosas y un
aroma invisible. Invisible, siempre invisible, porque los fantasmas nunca se
veían. Bajó la vista y sintió rabia porque estuviera fumando. Sin embargo,
siguió observando y no dijo nada.
Nunca decía nada.
—¿Estás ahí? —preguntó de pronto y el demonio se sorprendió.
Quiso decirle que era una pregunta estúpida —como él—, porque era imposible que
no estuviera ahí, porque no era como
si existiera en realidad. Estaba ahí, porque el idiota lo quería. Y si quería,
es que estaba allí. Era tan simple que volvió a querer golpearlo. Sin embargo,
no dijo nada. —Quisiera hablar con alguien.
Reprimió el impulso de reírse y decirle que, en realidad, ya
lo estaba haciendo, pero siguió observando. El humo del tabaco —¿era tabaco en
realidad?— lo entristeció un poco más, pero sabía que de eso se trataba todo. Escuchó
un poco más. Lo escuchó hablar de mil y un tonterías que solo llevaban al mismo
nombre y a las mismas heridas pasadas. Quiso gritarle también y recordarle que
si tanto la extrañaba, que se llevara su cajetilla de cigarrillos y su idiotez
unas tres manzanas más abajo. O que volviera a su casa y volviera a escribir.
Sin embargo, siguió sin decir nada, porque no estaba allí de verdad.
En ocasiones, le gustaba echarle un vistazo. A ella. Y la
veía con la misma tristeza en sus palabras y el mismo dolor resignado en sus
pisadas. Sin embargo, no había nadie con ella, porque ella había preferido
estar sola y extrañarlo y dolerlo y seguir adelante y recordarlo y morir y
vivir y vivir y luchar y luchar estúpida y cobarde por la justicia, porque así
era, ¿no? Una tonta de remate, una estúpida idealista. Estaba sola. Se preguntaba
por cuánto duraría eso y no tenía respuestas.
—No quiero verla —dijo en voz alta y el demonio volvió a
sonreír con condescendencia.
—No es verdad —dijo el demonio esta vez y desapareció antes
de que el grito lo espantara y la historia cambiara. No podía cambiar. Porque
él no existía y no había nada que pudiera decir. Nadie había escuchado. Y las
palabras se diluyeron y se diluyeron, pero fueron a parar, en pequeñas gotas de
lluvia, a la cola de un demonio que no existía y las palabras de una chica que
seguía sin poderlo olvidar.
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