Parecía
que siempre estuviera allí.
No era
una sombra, porque las sombras siempre se distinguen y había ocasiones en que
ella se desdibujaba entre las siluetas de otras personas y sus contornos
empezaban a borronearse. Desaparecía como muchos otros y nadie lo notaba. Tal
como ella no notaba cómo otros desaparecían. Porque así eran las cosas. Era
como si todos se deshicieran cada día, lentamente, sin cesar, gota a gota y con
prisas.
Es de
esas personas que entienden, pero que también se preguntan si lo han hecho en
realidad. De las que repiten y piensan, de las que buscan los ojos, los
nudillos heridos y las mejillas cansadas detrás de las vanidosas palabras a
plena luz. Pero también de las que odian la figura estilizada de esas letras,
porque pareciera que mintieran. Pareciera que no fueran de verdad. Y piensa que
sus palabras sí son de verdad y se
ríe, porque es estúpido, arrogante e inútil.
Es de
esas personas que ruedan los ojos y sonríen como si se disculparan por existir
cuando confiesa que escribe. Porque eso es, una confesión. Es un grito y una
pregunta, una súplica y una batalla, un orgullo y una tortura. Pero nadie
entiende y ella tampoco lo hace, así que chasquea la lengua, rueda los ojos y
cambia de tema —como si no fuera importante, como si no fuera su sangre y su
vida—, aunque su mundo se construya con letras, aunque pase las horas en la
oscuridad pensando en historias y sufriendo en palabras. Porque escribe para un
fantasma y ninguno de ellos lo es.
Nadie lo
entiende, pero tampoco se sorprende mucho, porque ella tampoco lo entiende
demasiado. Observa las palabras publicadas en esas redes y se pregunta si será
lo mismo. O si no es más que una velada vanidad, una delicada sonrisa y una
brisa demasiado rápida. Se pregunta si acaso ella no será también vanidosa,
frágil y demasiado fugaz. Porque pareciera que siempre estuviera allí, pero se
borronea con el paisaje.
Se da
cuenta de que no hay nadie allí, pero la soledad hace mucho tiempo que no
significa lo mismo. Se pregunta esas tonterías en noches de sueño, donde quizás
llueva o quizás haga calor, pero todo pareciera cubrirse de una resignación
tonta. Una resignación pegajosa, fría y conocida que la envuelve en un calor
doloroso, como borbotones de sangre que se deslizan por su piel. Tibios.
Agónicos. Familiares.
Empieza
a tener sueño como todas las noches. Las palabras se deshacen y se acurrucan a
su lado, pero están demasiado frías al tacto y la hacen tiritar. Les dice
buenas noches, pero ya ha desaparecido. Solo queda su congoja y su orgulloso
idealismo. Esa retadora sonrisa que se enfrenta a la lluvia y ese silencio
elocuente que la acompaña al bajar las escaleras con los pies llenos de barro.
Dice buenas noches y piensa en el fantasma. Solo un segundo. El suficiente para
recordar que sigue allí y que todavía tiene una silueta. Deja que la tristeza,
la soledad, la indignación, la furia, el cariño, la pasión, la vergüenza, el dolor,
la frialdad, la rutina y la niebla se deshagan mientras se queda dormida. Se
frota las manos y dice buenas noches.
Y luego
se deshace en letras que nadie leerá. Porque nadie recordó que seguía allí.
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