—Avanzaremos
antes del amanecer —dijo el Rey. Su capa se agitaba por el viento frío que
soplaba en el campamento. Su voz, aunque apenas más fuerte que un murmullo,
resonaba en un eco seco y árido. Su caballo soltó un bufido—. Es una aldea pequeña,
no parece haber defensas y es poco probable que la avanzada del Ejército
enemigo se acerque en su rescate. —El Rey miró a uno de los jinetes de ojos
rasgados y asintió—. Será ir y volver.
—Nuestro
objetivo son las caballerizas —dijo el jinete. Siempre hablaba como si se
estuviera riendo, con una voz aguda y arrastrada. No solía mirar a los ojos de
nadie—. Los caballos no deben sufrir ningún daño. Todo lo demás es desechable.
No se entretengan. —Echó un vistazo a la patrulla de extranjeros y torció la
mueca—. Si pueden traer otras cosas… serán bienvenidas. Como siempre, el Rey
liderará el ataque, le seguiremos los jinetes con los lazos y cerrarán los
extranjeros. —Aspiró con fuerza por la nariz y fingió masticar algo—. En dos
horas volveremos a encontrarnos aquí.
Solo se
escuchó un murmullo general antes que el silencio que el Rey había impuesto se
transformara en un fragor helado y constante de relinchos, voces roncas,
metales y pies hundiéndose en la nieve. Kolyok tocó la cabeza de su caballo,
oscuro y algo manchado por la marcha incesante, y entornó los ojos.
—Es una
noche silenciosa, ¿no, cachorro? —El viejo monje rengueó hasta su tienda con
una enorme sonrisa sucia en el rostro. Llevaba el rostro cubierto por su
capucha y arrastraba el escudo de madera por la nieve. Soltó una carcajada
cuando el chico lo ignoró—. Ahora debo llamarte capitán, ¿no, muchacho? Te
dieron el broche de plata y podrías beber en una copa de oro junto a los
escitas. —El viejo escupió en el suelo—. Pero yo todavía recuerdo que vomitaste
y gritaste la primera noche que fuiste en una expedición. Cómo pasa el tiempo…
Kolyok
levantó la mirada. El viejo pareció sostenerla, pero sus ojos, demasiado
blancos y nublados, como la estepa que había adoptado, en realidad no chocaban
contra los suyos. El muchacho bajó la cabeza y se frotó las manos. Ya no sentía
el frío como antes, pero había muchos gestos, como ese, que realizaba sin
apenas notarlo. Como cabalgar. Como incendiar un molino o decapitar a un
hombre. O sentir el fuego ardiendo en sus mejillas. O incluso notar el latido
frenético de su corazón cada vez que galopaba bajo la nieve.
—¿Qué
dicen los dioses? —preguntó el muchacho sin apartar la vista de su caballo—.
¿Qué han dicho los chamanes?
—Que
ganará el que lance una flecha primero —dijo el viejo con un gruñido agudo, que
se parecía mucho a una risa—. Tengo los dedos manchados de porquerías de pollo.
Al menos pude comérmelo. Y los dioses siempre dicen que nos derrotarán. Y mira
quién termina pisando la nieve.
El joven
no dijo nada. Los guerreros no eran demasiado apegados a las profecías de los
chamanes y mucho menos cuando un monje blanco participaba en ellas, pero
siempre las tomaban como un reto. Era un honor desafiar el destino de los
dioses o morir en ello. Le daba un extraño sentido a algo que, en realidad,
carecía de él. Kolyok cepilló con rapidez su caballo y se alejó del campamento.
Podía escuchar la risa suave del viejo a través del viento.
Ya había
dejado de contar los pueblos por los que habían pasado. Solo a veces recordaba
el número cuando veía los animales cubiertos de sangre seca y enviaba a los
chicos nuevos, descalzos, con la mirada hundida y fría, a que los limpiaran.
Ese amanecer sería solo otra marcha más. Ya pronto se acercarían a las murallas
de piedra, las catapultas viejas, las hileras perfectas. Pronto dejarían de
perseguir aldeanos que hablaban una legua tan similar a la suya. Kolyok se sacó
la capucha de la cara y se apartó un mechón largo de pelo. No se escuchaba nada
más que el campamento, el suave fuego crepitando, el silbido del viento, los
pasos amortiguados en la nieve.
Y allí
estaba. Como cada amanecer. No aullaban los lobos. Allí estaba, pensó el
muchacho. Allí estaba.
—¡Si
alguien se queda quieto mientras el Rey lucha es hombre muerto! —rugió la voz
del jinete. Kyolok sintió que el pulso se le aceleraba. La boca se le secó y
sostuvo el arco de madera entre sus manos. Ya una flecha estaba preparada y su
punta ardía suavemente, desafiando el correr del viento. A su lado, el viejo
ciego le sonrió con una expresión burlona.
—A su
orden, capitán —murmuró y en sus
labios blancos, extranjeros, sonó el gemido suave de un cachorro. Alrededor,
los jinetes vestidos con capas de tela fina y con espadas remachadas de
diamantes le clavaron la mirada en la nuca. La aldea, una pequeña villa perdida
junto al lago, dormía. Una pequeña fogata crepitaba entre la penumbra.
Kyolok
gritó la orden y los caballos arrasaron la nieve en medio de un caos de
relinchos. Las flechas llegaron antes que ellos y destrozaron los tejados de
madera. El fuego se extendió rápidamente por todo el lugar y no pasó mucho
tiempo antes de que los gritos empezaran.
—Ya lo
echaba de menos —gruñó el viejo a su lado. Pronto todos se separaron. Muchachos
altos y con el cabello claro, ancianos heridos y con la boca torcida, hombres
con las piernas deformadas. Todos se abalanzaron sobre ese pueblo que no tenía
sino madera y caballos. Kyolok espoleó su montura. Alcanzó a ver al Rey que ya
estaba junto a las caballerizas, laceando a los caballos para llevarlos al
campamento.
Un
hombre salió al encuentro de Kyolok, trastabillando, desorientado. El muchacho
sacó su espada. La sangre le salpicó el cuello y la cabeza del hombre, que
seguramente no había alcanzado a mirarlo, rodó junto a las patas de su caballo.
Escuchó el chillido agudo de alguien que se acercaba corriendo y volvió a
empuñar la espada. El corazón le latía rápido, pero no lo sentía.
Hacía
frío, pero el fuego ardía demasiado fuerte. Kyolok no lo notó. Se había caído
del caballo cuatro veces y las cuatro veces el caballo le había roto las
costillas. La herida de flecha nunca le sanó del todo y cuando volvía a su
tienda, sudaba toda la noche por el dolor que le provocaba. Había logrado
partir por la mitad un pájaro en pleno vuelo con una flecha a su décimo intento
y solo entonces pudo comer. Se acostumbró a tener las manos congeladas para beber
agua. Y se olvidó del sabor del aceite. Había entendido que un hueso roto no
impedía cabalgar y aprendió que el olor a carne humana nunca pasaba del todo.
Y también
se había olvidado de todo eso.
Hasta
que vio al niño.
Estaba
sucio, iba descalzo y lloraba con la cara manchada de barro y sangre. Se
arrastró hasta el cuerpo decapitado del hombre y se quedó allí, en silencio,
arrodillado con el cuerpo rendido. La cabeza seguía mirando a Kolyok junto a
los cascos de su caballo.
—Hola, hijo —le dijo la cabeza de su
padre—. Estoy orgulloso. Sobreviviste.
Kyolok
apretó los dientes y movió su caballo con brusquedad. El bruto relinchó y bufó
contra la nieve. La cabeza se perdió, rodando, más allá, en la oscuridad. El
niño seguía ahí. Izbraj lo miró y la mano que sujetaba la espada empezó a
temblarle. La sujetó con más fuerza y apretó los dientes más fuerte. El fuego
ahora ardía junto a sus costillas rotas. Izbraj espoleó a su montura y embistió
al niño. No alcanzó a chillar cuando le atravesó el pecho con la espada y
arrastró su cuerpo por la nieve.
—Ya no
queda nada aquí, Kyolok —gritó un jinete borgoñón. Tenía los labios congelados
y el cabello sucio. No miró el cuerpo del crío que acababa de matar el capitán—.
Que se queme todo el resto.
Kyolok
asintió y pudo notar que la sangre le chorreaba por los dedos. Ordenó la
retirada a gritos. Su voz sonó ronca y fuerte. Una despedida de flechas les
acompañó el camino. «Por si todavía queda alguien vivo», murmuró el viejo con
una sonrisa entre dientes. El muchacho no le respondió. Cabalgaron en silencio
durante un momento hasta que el Rey alzó su espada y dio la vuelta. Todavía no
alcanzaba a amanecer, pero ya los caballos estaban atados junto a los lazos y
los carros estaban llenos de madera seca. El Rey dio un par de vueltas con su
caballo e hizo girar sus ojos un momento. Luego sonrió.
—Parece
que los dioses volvieron a equivocarse.
Los
jinetes se rieron y reanudaron la marcha de regreso al campamento. No tardarían
en volver a avanzar. Cada vez más al oeste, más cerca de las murallas, más
cerca de los ejércitos en hileras y las catapultas con piedras. Cada vez más
cerca de más tropas. Más extranjeros que aprendieran a morir. Kyolok encabezó
su grupo sin decir otra palabra. Solo era otra expedición.
Izbraj
se quedó en la aldea que ardía. Se quedó junto al niño muerto y los gritos
amortiguados entre las ruinas. Siempre se quedaba ahí, entre los huertos de
cereales quemados y los cuerpos esparcidos en la nieve. Kyolok nunca regresaba
a la misma aldea dos veces. Había aprendido que la hierba ya no crecía donde
los jinetes cabalgaban.
Izbraj,
por su parte, solo había aprendido que los dioses nunca tenían la razón. Y que
los cachorros nunca aprendían a llorar.
Muy bueno. Me encanta la atmósfera, cómo acompaña los estados de ánimo del protagonista, el uso de las imágenes sensoriales, las alusiones a la época en que transcurren los hechos, el título, el final abierto, el juego entre los dos nombres, todo. El relato es único y tu estilo, personal. Se nota el trabajo y la sensibilidad que hay detrás.
ResponderEliminarEs excelente.
Holaaa!!! Bueno, no puedo decirte otra cosa nada más que me ha parecido un relato increíble. Está perfectamente estructurado y narrado. Hay momentos duros que suavizas con sensibilidad. Es fácil trasladarte como lector a ese lugar. Enhorabuena :) Es una historia fantástica :)
ResponderEliminar¡Un beso enorme!
Holaaa!
ResponderEliminarMe ha encantado tu relato jajaja, Justo cuando lo he acabado de leer me he preguntado ¿No hay más? porque la historia me ha enganchado y no he podido parar de leerla. Mi reseña ya puedes leerla en http://crayssbooks.blogspot.com.es/2015/08/resena-blogs-colaboradores-lo-que-los.html Espero que te guste :)
Un beso!