Iniciativa "Blog Colaboradores"
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Leonardo
estaba preparado para largarse de allí tan pronto pudiera. Solo revisaría de
forma superficial todas las cosas que quedaban, le diría a la señora de abajo
que podía venderlo todo y quedárselo o hacer lo que quisiera con ellas y no
volvería a pensar en esa casa o en esas paredes. No volvería a pensar en lo que
había pensado y sentido en ese lugar.
Así que
entró en el último cuarto, confiando en que la desnudez de todo el resto de la
casa, esa pulcra y miserable soledad le volviera a dar la bienvenida. Sin
embargo, adentro de ese sucucho, tras la puerta de madera roída en las esquinas,
no había un solo sitio vacío. Todo el orden que envolvía el resto de la casa
había muerto y agonizado en esos pocos metros cuadrados de caos. Leonardo no
pudo evitar que una carcajada resonara en ese espacio estrecho, abultado,
repleto y desordenado. Siguió riéndose, sin entender muy bien por qué, mientras
se tropezaba para entrar.
Los
olores eran los primero que sentía. Olía a… pintura. A óleo. A trementina. A
todas esas cosas que se asocian con alguien viejo pintando, porque la mayoría
de sus amigos dibujantes ya no usaban pinceles, sino lapiceras y horas y horas
de trabajo frente a una tableta. Grafitos. Lápices de colores. PS5. Pero no
óleos. O quizás no tenía los amigos adecuados. Pero sí que había olido antes
los viejos implementos de pintura y en esa pequeña habitación no había nada más
que ese olor. Ni siquiera olía a humedad o a desinfectante o a casa vacía. El
cuarto era demasiado pequeño como para oler a nada más.
Leonardo
se enredó entre los libros que estaban esparcidos por el suelo y tuvo que
afirmarse de una estantería —en realidad, de unos palos parados que sostenían
más libros y cachivaches— para no caerse de bruces contra los lomos. Había
decenas de hojas rotas diseminadas entre los libros con bocetos y anotaciones.
Cables destrozados como si alguien hubiera intentado reparar algo. Lienzos
amontonados en rincones. Atriles desarmados o a medio hacer. Botes de pintura.
Pinceles pegados a la superficie de un escritorio que parecía partido a la
mitad. En un montoncito particularmente ordenado había una pila de discos
compactos piratas de música junto a un walkman abierto. Quizás eso era lo que
el viejo estaba reparando.
Al
final, logró sacar el pie de una trampa de ropa añuñada y revistas de páginas
amarillentass y se sentó en la mitad de la habitación. Quizás no era tan
pequeña, pero había tantas cosas y el aire estaba tan cargado de olores que
Leonardo sentía que el oxígeno se le agotaba rápidamente. No había ventanas y
el techo era bastante bajo. No alcanzaba a ver la pared detrás de las
estanterías. Leonardo se echó un poco de aire con su propia camiseta y se quedó
quieto, atrapado entre decenas de cosas viejas y maltratadas, en silencio.
Carraspeó solo para poder escuchar algo de sí mismo en ese lugar que se lo
estaba tragando.
Tomó un
libro encuadernado con papel de regalo y soltó un bufido de desagrado cuando
sintió que tocaba algo pegajoso. Sin embargo, cuando se llevó los dedos a la
nariz, se dio cuenta de que olía a capuchino. A helado sabor capuchino, mejor
dicho.
—¿Cuál
es tu helado favorito?
Eso le
había preguntado el viejo. ¿Dónde había sido? Leonardo apoyó la mano en la
mancha, todavía fresca, de helado en el cuaderno y alcanzó a ver desde el
asiento trasero de un auto viejo, apestoso a bencina, que un hombre le sonreía.
Le sonreía y mamá luego le sonreía a él.
—Espéranos
aquí, ¿de acuerdo? ¡Iremos por helado!
Era una
playa. Hacía calor, pero las ventanas del auto estaban abiertas y entraba aire
con olor a mar. Había caminado muchas veces por la arena con los pies
descalzos. Ardía, pero no demasiado y siempre se hundía demasiado. Pero una vez
un vidrio le raspó la planta del pie y nunca más pudo sentir la arena caliente
bajo sus pies.
El viejo
le había preguntado cuál era su helado favorito. No sabía si le había
respondido. Solo recordaba el calor, el verano, y esas dos sonrisas que se
habían quedado pegadas a la ventana para que él las pudiera mirar mientras
ellos se alejaban. No sabía qué playa, ni qué día, ni qué auto, ni qué año, ni
si al final se había tomado el maldito helado. Pero el helado estaba ahora ahí
y olía a café y a esa playa. A un verano demasiado atrás, que solo había sido
sonrisas y bencina.
Leonardo
se chupó los dedos y dejó el cuaderno a un lado. Un refugio. Sí, eso era ese
cuarto. Un sucucho al cual arrastrarse y olvidarse del resto de la casa pulcra,
limpia, desnuda, desabrida, impecable, decente, una casa sin sabor a nada, una
casa que era solo una pared y que insistía en ser blanca y perfecta y ordenada.
Era un refugio para tirar todo a la mierda, comer helado mientras leía y
escuchaba música en un walkman roto y apestarlo todo a óleos y dormir con la
ropa puesta. Leonardo se arrastró hasta una colcha que estaba debajo del
escritorio, la sacó de allí y se tiró sobre ella, sacando los libros, discos y
carcasa de películas que le lastimaron las costillas.
Solo.
Ese era el verdadero lugar en donde
el viejo iba para estar solo. Un lugar donde ya no era «el viejo», el infeliz
que tenía una casa bonita e ignoraba a todas las personas que debían ser
importantes en su vida y que probablemente tenía un trabajo de mierda y una
salud de mierda y que se pasaba las tardes mirando los pájaros. Ahí estaba solo
y podía hacer lo que quería. Una puntada de indignación le atravesó
dolorosamente el cráneo. Era el refugio de un adolescente. De un muchacho Era
la cueva para pasar el día, divertirse y olvidarse del mundo. Olvidarse de él,
de Leonardo. Y de todos los demás.
El chico
se rio. Se rio, porque estaba ahí, quejándose de que el viejo tuviera la vida
de chico que él no había tenido y porque el viejo se había muerto y él estaba
ahí, entre sus cosas, pensando en que también le gustaban esos discos. Que
había visto esas películas. Que había leído esos libros y también los había
manchado. De café. De mostaza. De lágrimas. Y también los había envuelto en
papel de regalo para que las tapas no se estropearan.
«¡Sonríele a tu papá! ¡Vamos!
¿Cuál es tu helado favorito?»
Leonardo
solo se dio cuenta de que estaba destrozando uno de los libros cuando los
trozos de papel empezaron a revolotear a su alrededor y sintió el sudor que en
el cuello y las mejillas. Colorado, apestoso, cansado, trastornado como un
chiquillo solo porque el viejo no le había vuelto a comprar su helado favorito
y se había pasado la vida ignorándolo desde su torre de mugre y pinturas.
Pinturas. Lienzos de mierda con un par de manchas patéticas que incluso él
podría hacer. Quería romperlas también. Quería romperlo todo.
Tironeó
un par de trapos que estaban debajo de una pila de cajas de madera, pero solo
alcanzó a quedarse con una tela en las manos. Ni siquiera supo cuándo fue que
la abrió y se topó con esa pintura. Era reciente, porque la tela no estaba
manchada y el óleo todavía estaba pegado a ella.
Era una
copia. Una mala copia, porque los tonos eran más chillones, no estaba el cuadro
original de la espalda, el arma era demasiado negra y la sangre chorreaba por
la camisa del infeliz en la pintura como una grosera mancha de kétchup.
Le Suicidé. ¿Era Monet? ¿Manet? Uno de esos
dos, estaba seguro. Ya había visto la pintura antes, aunque distinta. Más
suave. Apenas un poco de rojo en el pecho. Apenas un poco de negro en la mano.
Sutil. Burguesa. Elegante. Decorosa. No el desperdicio de tripas que podía ver
en la imagen que, sin embargo, era sin lugar a dudas una réplica ordinaria de
la obra.
Le Suicidé.
El
suicidio.
El
suicidio en ese sucucho ahogado por la pintura, los cacharros, los hobbies
antiguos, el calor eterno que nunca se iba. El suicidio. El viejo dándose un
tiro o fantaseando con eso, con la inmortalidad de una obra suave e
imperecedera, mientras el mundo seguía, mientras él, su hijo, caminaba bajo el
sol con la conciencia manchada por una nostalgia venenosa que apenas reconocía.
Por el helado. Por los sándwiches. Por las llamadas. Porque se había pasado la
vida preguntándose donde estaría el viejo, dónde estaría si no estaba con él,
dónde estaría.
Pintando
la muerte. Pintando la libertad. Ahí estaba. Viejo, miserable, solo, rodeado de
cosas y cosas, ardiendo en el verano, el verano que no terminaba nunca. Pues el
viejo había terminado. Él y sus pinturas y sus libros envueltos en regalo y sus
sonrisas en la playa y todas sus mierdas. Se había terminado.
Le suicidé.
El viejo
no era Monet. Ni Manet.
Y
Leonardo. Leonardo, ardiendo en ese verano, en esa casa desnuda y sola, en ese
cuartucho apretujado de cosas que no eran suyas, mirando el rojo de la pintura,
los trazos desordenados, la innegable similitud… era solo un chiquillo, quizás
con siete u ocho años, hundido en nada más que calor y lágrimas. No sabía por
qué lloraba, porque los niños nunca lo saben. El óleo no se corrió y nadie dijo
nada. Leonardo se enjuagó las lágrimas, pero solo acabó hundiéndose en su
propio brazo, apretando los dientes, llorando de rabia, de pena, de odio, de un
odio indiferente, de un odio de hijo olvidado.
Le suicidé.
Leonardo
no escuchó cuando la señora abrió la puerta. Ella tampoco dijo nada. Después de
todo, ese chico había perdido a su padre.
Y era
verano. Nada bueno podía suceder cuando el sol ardía menos que las lágrimas de
un niño.
Qué triste historia :(
ResponderEliminarMe ha gustado mucho la última frase :) Espero que este personaje pueda revivir en alguna otra historia y encontrar la paz que merece :)
Muchas gracias por ofrecer a la iniciativa tan buena historia ^^
Un besazo guapaaa!!!
Vuelvo por aquí para decirte que te he nominado a un premio ^^
ResponderEliminarhttp://katherinathoughts.blogspot.com.es/2015/03/mas-premios-acumulados.html
Un besazo guapísima ^^
Hola, acabo de leer el cuento y quería decirte que me gustó muchísimo. Es redondo en todos los niveles: el manejo del lenguaje, preciso y no demasiado adornado; el uso de las imágenes; la coherencia en la construcción de Leonardo; el estilo sencillo y cuidado; la estructura uniforme... No sé qué más agregar, la verdad es que te quedó impecable.
ResponderEliminarSaludos!
Hola: un gran relato. Acabo de descubrir tu blog y me gusta mucho la variedad de temas que tratas vinculados con la lectura. En este momento he creado un blog dedicado a los jóvenes y al uso que hacen de las nuevas tecnologías. Te invito a visitarlo: http://cativodixital.blogspot.com.es/ Si quieres seguimos en contacto. Yo ya me hice seguidora de tu blog.
ResponderEliminarHola^^
ResponderEliminar¡Me gustó mucho!Felicidades Por cierto te nominé a un premio en mi blog
http://milletrasporandar.blogspot.com.es/2015/04/segunda-nominacion-al-premio-libster.html
Un besete
Holaaaa!! Soy tu reseñadora en "Blogs Colaboradores". Por fin me he puesto y hoy mismo voy ha leer todo lo que llevas escritos. Sabrás algo esta tarde o mañana.
ResponderEliminarBesoooos!!