Es una situación curiosa, ¿no lo crees?
Sabes que es agotador, quizás innecesario e incluso
peligroso, pero continúas haciéndolo. En un comienzo, fue casi por pragmatismo
y por ese sentimiento innato e irresistible de ser solícita y ayudar en la
medida de lo posible. También por cansancio, ya que te hacía las cosas mucho
más fáciles.
Ahora ha cambiado. Es una responsabilidad, un deber y una
carga que asumes con la satisfacción de saber que alguien, en algún momento, en
algún segundo, agradecerá el favor y se verá beneficiado. Ya los has
acostumbrado. Ya creaste el monstruo. Solo te queda alimentarlo y esperar que
tarde o temprano no se vuelva contra ti.
En realidad, no lo crees, pero sigues preguntándote el porqué
de todo eso. El porqué de gastar horas y horas en que todo quede lo más
perfecto y eficaz posible solamente para recibir un agradecimiento y una
sonrisa al final del día. Ese es tu pago. El único, aunque definitivamente
habrías podido, quizás sin demasiada resistencia, exigir una recompensa distinta.
Muchos piensan que en realidad estás perdiendo la
oportunidad. Que regalas tu trabajo de esa manera. De forma concienzuda,
sistemática, perfeccionista. No es solo un instante de altruismo en que
simplemente compartes lo que tienes. Es una tarea a la que dedicas tiempo para
que ningún detalle se escape y nadie ―¡nadie!― consiga ver ni un solo error.
Pero siempre los hay. Siempre hay errores, deslices y pequeños detalles que,
amablemente, te hacen recordar que también eres humana.
Que no puedes estar en todas partes y que no puedes alcanzar
la perfección, aunque sea a un nivel tan humilde como aquel. Pero alejémonos un
poco. Pensemos en tus intenciones. No dudo que sean de diverso tipo: prácticas,
solidarias, satisfechas. Pero también habrá algunas más oscuras.
¿Qué se siente tener el poder de tantas personas en tus
manos? Un poder humilde, pequeño, insignificante quizás, pero poder al fin y al
cabo. Al principio fue un favor. Ahora es agua de la cual ahora muchos beben
sedientos, incapaces de encontrar otra fuente de agua. Los más sagaces y
esforzados, por supuesto, toman un poco de tu manantial y buscan el suyo propio
en otras tierras. Siempre vuelven, pero ya con reservas.
Muchos otros confían plenamente en tu capacidad para apagar
su sed. Y no mientas. En los rincones más ocultos de tu corazón, disfrutas de
ese poder. Disfrutas observar mientras, incluso aquellos que considerabas más
precavidos y desconfiados, se acercan a ti por unas gotas de agua. Lo hacen de
forma anónima, sin identificarse, escurridizos entre las arenas de información,
pero siempre dejan huellas. Siempre puedes ver sus labios húmedos después de
beber.
Compruebas tú misma allí que tampoco eres inmune al poder.
Celas esa posición de soberanía y desconfías de otro que te quite algo de esa
supremacía. Es una sensación que rechazas y que apartas de ti, pero que siempre
vuelve. Te encoges de hombros ante los agradecimientos y, realmente, estos no
te causan más que la satisfacción de un trabajo bien hecho y de alguien al que
has ayudado.
Pero también alimenta esa pequeña llama que te pertenece
solo a ti. Cuando alguien que no conocías se acerca a tu manantial, una mueca
de satisfacción y orgullo se forma en el fondo de tu alma. Es la sensación de
poder. De que todos dependan de tu mero capricho y de tu trabajo. Por supuesto,
muy pocas veces eres consciente de ello.
Y esto tampoco es casualidad. No eres consciente, porque ese
poder tiene otra faz que te aplasta con fuerza y te impide reconocer el orgullo
que se regocija en tu interior: la responsabilidad. Todos están sedientos.
¡Debes dar a beber a todos! ¡Y debe ser un agua fresca y cristalina, que no les
enferme ni les cause dolor! Te enfocas en esa responsabilidad, en esa carga, en
ese sentido del deber que, incluso en aquellos momentos en que te gustaría
abandonar o aplazar tus tareas para con todos ellos, te impulsa a continuar.
Es una reflexión interesante, ¿no lo crees? Una mirada
dentro de ti misma a partir de algo sencillo, humilde y sin gran repercusión.
En el mundo, la gente sufre y lucha; reina la injusticia y el egoísmo. Las
religiones arrasan con los infieles y los poderosos oprimen a los más débiles.
El mundo sigue su curso. Tú eres tan solo un punto en el universo y quizás
tampoco eso y que, sin duda alguna, no cambiará el curso de la historia.
Pero quizás logres ayudar a algún pobre estudiante que haya
olvidado apuntar la diferencia entre afectación e intervención regulatoria o,
tal vez, entre competencia desleal y derecho de la libre competencia. Y cuando
lo vea anotado en esas hojas, se acercará un día y te sonreirá.
Y sabrás que, por un segundo, cambiaste su historia. Y que no eres inmune al espejismo del poder.
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