Aunque no le parecía una idea brillante, Hernán sí estaba
seguro de que tenía una idea más o menos buena entre manos. Comenzó a escribir
con tranquilidad, sabiendo que al llegar a la tercera página lo dejaría para
más tarde. Era esencial partir lentamente para masticar la trama y los
personajes y cuestionarse qué haría a continuación.
Además, el sueño pronto lo vencería. A las cuatro de la
madrugada tampoco iba a planear escribir
500 páginas. Pero tener el comienzo siempre le había parecido algo positivo;
así, durante la mañana podría tener un piso sobre el cual comenzar a caminar.
―«Eso es mentira»
―No ahora.
¿Cómo podría hacer la presentación del asesino y su víctima?
Hernán siempre se preocupaba de evitar los clichés y la repetición, pero
incluso a él, que había pasado toda su vida en ese oficio, se le hacía difícil
tener un inicio libre de repeticiones. ¡Incluso a veces repetía las mismas
fórmulas de sus escritos anteriores! «Un homenaje a mí mismo», solía bromear
cuando lo descubría.
―«No tiene sentido
hacer esto nuevamente, viejo».
El escritor fulminó con su mirada al pequeño demonio que
hacía morisquetas sobre el cúmulo de papeles de su escritorio y continuó en lo
suyo. Ignorarlo era la mejor estrategia para evitar que lo distrajera. Tarde o
temprano siempre se aburría y se ponía a revisar sus anteriores textos,
lanzando a cada tanto expresiones de desprecio o admiración ―aunque estas
últimas eran las menos comunes― a medida que leía.
Un par de líneas más tardes, Hernán comenzó a dudar acerca
de la trama de su actual historia. ¿Qué iba a contar realmente? ¿La historia
del asesino? ¿La historia de la víctima? ¿La de ambos? Eso definitivamente no
sonaba como algo novedoso, aunque, por supuesto, eso dependería de cómo
desarrollase el argumento. Aun así, había algo que no terminaba de cuajar y que
empezaba a molestarle.
Y si le molestaba a tan solo tres párrafos de haber
iniciado, eso no auguraba nada bueno para las siguientes cientos de hojas que
planeaba escribir. Se recostó en la silla y se llevó la mano a la espalda con
un gesto de dolor. Quizás era hora de remodelar esa silla en particular…
agregarle un cojín o una funda mullida. Cambiarla definitivamente iba en contra
de su manía por conservar las cosas, pero tal vez pudiera adaptarla a sus
nuevas ‘necesidades’.
―«Deberías ordenar
este chiquero».
―¿Crees que un joven estudiante de ingeniería podría
convertirse en un asesino?
―«Todos podrían, eso
lo sabes».
―Me refiero a si
sonará creíble. No parece que Diego pudiera realmente
convertirse en uno. Es feliz. Tiene novia y una carrera prometedora. Sale
de fiesta cada fin de semana y se queja de sus exámenes. Tiene buenos amigos y
una familia unida. Tiene una vida perfecta. ¿Por qué querría…?
―«Ya encontraste su
motivación».
―¿Que tiene una vida perfecta? ―Frunció el ceño con su ya
conocida expresión exasperada.
―«Que parece demasiado
perfecta. Seguro algo no anda bien ahí. ¿Y no que ibas a ignorarme?»
Hernán guardó silencio un momento y se quedó pensativo. ¿Una
vida demasiado perfecta que no es tan perfecta en realidad? Eso sonaba
simplemente a novela para adolescentes. El tópico: “Las cosas no son lo que
aparentan” había sido manoseado demasiadas veces. Él no quería intentar
aquello.
Quizás su idea original de esa madrugada no fuera tan buena
después de todo. No obstante, se obligó a sí mismo a seguir escribiendo. ¡Nadie
podía predecir si en la línea siguiente no se le iluminaba el camino! Además,
tenía que cumplir con su reto de 1.000 palabras diarias.
Pronto se dio cuenta de que su estrategia estaba
funcionando. No iba a contar la historia de un asesino, ni de su víctima, ni
siquiera del detective de turno… Iba a contar la historia de un testigo. ¡Pero
no de cualquier testigo! De un niño. Un niño bastante listo, sin duda alguna,
que vio uno de los crímenes del asesino y que conocía a la víctima.
Entusiasmado por su nueva idea ―aunque el demonio a su lado
tuviera una ceja alzada ante aquel nuevo disparate― se dedicó a escribir las
quinientas palabras restantes que tenía agendadas. Por la mañana seguiría,
cuando tuviera más fuerzas, pero tenía que dejar la historia comenzada.
―«¿Otra más?» ―preguntó
el demonio a su lado. Se había cruzado de brazos y lo miraba con fastidio y
reprobación. Le recordaba a la mirada de su padre cuando, de joven, volvía
borracho de una fiesta universitaria.
―No sé de qué hablas ―dijo Hernán mientras se levantaba del
escritorio y caminaba hacia la cama―. Mañana será otro día.
―Sí, mañana será otro día. ¿Eres consciente de que todos los
días empiezas una novela nueva? ¡¿Qué tal si, no lo sé… avanzas alguna?! ―Abrió
las alas de murciélago que tenía y Hernán se preguntó si no se vería mejor con
alas emplumadas, como las de un ángel―. ¡Deja de mirarme y escucha! ¡Así nunca
llegarás a ninguna parte! Si escribes tres páginas de una novela todos los
días… ¡Jamás vas a terminar alguna!
El viejo escritor comenzó a sacarse la ropa para ponerse el
pijama. Se lavó los dientes, cerró las cortinas, se tomó el último sorbo de
café que tenía y programó su despertador para las diez de la mañana. Solía
levantarse bastante temprano, pero ya que había madrugado, bien podía darse
unas cuantas horas más de sueño.
Ignoró a su acompañante que meneaba la delgada cola con
frustración y comenzó a ordenar todos los papeles de su escritorio. Tenía cerca
de quince novelas empezadas en tan solo tres páginas y ahora iba a agregar una
decimosexta. El demonio tenía razón: era probable que al despertar, tuviera
otra idea y volviera a empezar una novela.
―¿Quién dijo que quería avanzar? ―Se encogió de hombros y
vio que su pequeño compañero se llevaba una mano a la frente y negaba con la
cabeza. Quizás hiciera una historia de todo eso… No, sería demasiado patético.
Aunque, ¿no había dicho alguien que incluso la peor basura podía resultar útil?
Tenía dieciséis opciones para sentar cabeza como escritor
veterano. Probablemente acumulara aún más. Un día, cuando ya se aburriera de la
charla del demonio, de su taza de café, del recuerdo de ella, de escribir tres
páginas diarias y del miedo, las continuaría.
Por ahora, solo tenía una cosa que decir.
―Buenas noches, Luzbel. ―El demonio suspiró.
―Buenas noches, Hernán.
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