No recordaba cuál había sido el último diciembre en que
había llovido. El Hemisferio Sur del globo siempre había asegurado a todos una
linda Navidad con cerca de 35º grados, marcando la ironía de tener a tipos
vistiendo un traje propio del polo norte. Aquel frío agradable que sentía ahora
era un cambio al que, sin duda alguna, podría acostumbrarse. Siempre había
bromeado con irse a Alaska y disfrutar de fríos glaciales en algún iglú
perdido, pero pensándolo bien... ese frío era razonable.
Se levantó del sofá en que estaba descansando y se acercó a
la ventana, donde finas gotitas de lluvia se deslizaban por el cristal como si
estuvieran gritando que era pleno julio. Las observó durante algunos segundos,
resistiendo la tentación de apoyar un dedos sobre los cristales y darse cuenta
de que las gotas estaban del otro lado.
Suspiró y dio media vuelta para contemplar el departamento.
Ordenado. Normal. Había algunas revistas fuera de lugar, pero nada demasiado
urgente. Tenía que lavar los platos. Tenía que hacer llamada para que luego no
la molestara su madre. Volvió a suspirar y escuchó cómo la lluvia golpeaba las
ventanas con algo más de fuerza.
Tomó la taza de café que tenía encima de su escritorio de
trabajo y se lo llevó a los labios. Todo seguía exactamente igual al segundo
siguiente. Y al siguiente. Y al siguiente. Cerró los ojos, pero al volver a
abrirlos, su taza continuaba en su mano. Seguía siendo diciembre. Pero llovía.
Llovía y eso significaba que algo había cambiado. Algo era
distinto esa vez. Suspiró y sonrió, preparado para hacer todo lo que tenía que
hacer durante ese día, alejando un pensamiento que tomaba forma con cada sorbo
de café.
Continuaba estando solo. Pero estaba lloviendo en diciembre
y eso era diferente.
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