El calor parecía insoportable esa tarde de enero. Escuchaba
sin cesar las sirenas corriendo a apagar los incendios forestales y las radios
ofreciendo los más increíbles panoramas en las playas del litoral. Ignacio
estaba sentado en una de las pocas bancas de la Plaza Viña, junto a la
pileta que ahora estaba repleta de niños. A nadie parecía importarle que
estuviera prohibido acercarse al agua.
A él le hubiera gustado ser uno de esos niños, pero el
disfraz de adulto que llevaba puesto simplemente se lo impedía. Seguramente se
lo llevarían detenido entre una sarta de insultos. «Degenerado» sería lo más
suave que le gritarían. Suspiró. Eran los inconvenientes de tener ya treinta y
dos años y andar con camisa, pantalones y zapatos que lo etiquetaban como
miembro “respetable” de la clase media chilena.
Tampoco podría agarrar la manguera de su casa y mojarse como
un perro sin que los vecinos empezaran a murmurar. Estaba seguro de que la
vieja de la casa del frente le sacaría fotografías para enseñárselas a todos
sus conocidos y destacar lo sinvergüenza y chiflado que era. Por eso Ignacio
prefería el invierno. Todos estaban abrigados y tapados y nadie se reconocía.
Parecía que todos fueran igual de disfrazados que él.
―¡Ten cuidado con el caballero, hijo! ―gritó una señora al
ver que uno de los niños le salpicaba con agua. Él respondió con una sonrisa de
invitación que el pequeño entendió de inmediato y chapoteó y chapoteó hasta
dejarlo empapado de pies a cabeza. Rió y por un segundo volvió a estar vestido
con shorts de patitos, sandalias de hule y el torso moreno de un niño de once
años.
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