Se paseó de un lado para otro con las manos sudorosas y la
respiración agitada. No estaba solo en casa y todos compartían su desazón, pero
nunca de la misma manera. Cada uno fingía estar tranquilo, buscando opciones
alternativas a aquellas que le habían sido arrancadas de las manos.
Su hermana leía el libro que había comprado en Navidad y que
no había abierto más que unas pocas veces; siempre se excusaba con que no quería que "se
acabara tan pronto", pero en realidad no le creía. Su hermano estaba en un rincón del salón, escuchando música
y leyendo algunos de sus cómics.
Mantenía un ojo sobre él. Si llegaba a ver una sola arruga en el librito rojo
de Siento y Miento… Lo tenía autografiado y con un dibujo, además.
Su madre era la única que no sufría demasiado con esa
terrible situación y se las ingeniaba para continuar tejiendo. Tenía que
entregar algunos trabajos pronto, por lo que de todas maneras aquella
interrupción la angustiaba.
―¿Cuándo creen que volverá?
―Ten paciencia ―se burló su hermana con una risita sin
despegar la vista de su libro―. Tampoco es el fin del mundo.
No le contestó, observándola simplemente con desprecio.
Ladeó un poco la cabeza y se derrumbó en la silla más cercana, impaciente y
rabioso. Estaba en medio de importantes asuntos, ¿cómo era posible que las
cosas sucedieran tan pronto y tan repentinamente? ¿Por qué ella se había ido así? ¡Sin aviso! ¡Sin darle la opción de
prepararse!
Pasaron cuarenta y cinco minutos. Debió irse a tomar una
aspirina, porque la tensión ya era mucho más palpable. Ahora su hermana alternaba
sus ojos entre las páginas de su libro y la el reloj de pared, atenta a los
segundos que pasaban. Su hermano había abandonado las estruendosas carcajadas
por un mutismo terco, que solo se consumía por la música que ahora salía de sus
audífonos.
―¿Cuánto más durará esto? ―preguntó la chica, cerrando el
libro definitivamente y observando al resto de sus hermanos con aprensión. Él
no respondió. Se tronó los nudillos y tragó saliva. Pensó en ver algo de
televisión para sacarse la ansiedad del cuerpo, pero luego se maldijo a sí
mismo por ser tan idiota.
―¡Ya volvió! ―gritó su mamá desde el segundo piso―. ¡Volvió!
Todos se abalanzaron a la entrada de la casa para verlo con
sus propios ojos. En efecto, allí estaba encendida la única luz de la casa que
había sido asignada como guardiana. Todos gritaron y corrieron a sus
respectivos rincones. Olvidados quedaron libros, cómics y los tejidos. El chico
sonrió. Recogió el libro de su hermana: Una
vacante imprevista de J.K Rowling y rodó los ojos. Tomó sus Siento y Miento
y los volvió a dejar en su estantería, perfectamente alineados.
―No somos nada sin luz, ¿eh? ―murmuró su madre con una
sonrisa irónica mientras encendía su tablet―. Ni teléfono tenemos sin el router. Si tuviéramos además cocina
eléctrica, no podríamos freír ni un huevo.
Él sonrió y asintió con la cabeza. Pensó en acercarse al netbook que con una mínima batería
continuaba vivo en su escritorio. Luego miró la estantería de cómics que estaba
a su lado, tomó nuevamente el volumen que había sacado su hermano y se sentó a
leer. Para disfrutar de una buena tarde y echarse unas risas no era necesario
tener luz eléctrica.
¡Pero tampoco había que exagerar, eh! ¡A lo más una hora!
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