Ella se mordió la lengua y suspiró. Se acercó al teléfono,
pero no se atrevió a levantarlo. Apretó los ojos y esta vez se llevó una mano a
la boca mientras golpeaba el suelo con el pie repetidas veces, sin notarlo.
Esas dos semanas había conseguido evadir el tema y consolarse con mil y un
excusas. Todavía creía en ellas.
Pero los días se acumulaban y no estaba segura de querer
aceptar la realidad. ¿Acaso era una realidad o solo otra suposición? La gente
no podía desaparecer, ¿verdad? Recorrió toda la casa con una mirada penetrante,
como si uno de los muebles tuviera la respuesta y solo necesitara intimidarlos
lo suficiente para sonsacarles la información.
―¿Dónde estás? ―susurró para sí misma, pero él no podía
escucharla. Tragó saliva y decidió salir. Necesitaba algo de aire. Se tardó
cinco minutos en abrir la puerta y al final, salió dando un portazo de rabia.
Rabia contra sí misma por sentir. Por
dudar. Por temer.
Por decir ‘vuelve’ en su mente a cada sombra que se cruzara
en su camino. Hacía calor, lo que solo empeoraba el problema. Miró hacia el cielo y la
luz hostil del sol golpeó sus ojos. Se sacó las gafas un instante y se rió con
ironía al recordar que, al menos, pronto podría cambiarlos a unas más bonitas.
Pero no era lo mismo poder lucirlas sin que él lo supiera.
Sin que él se burlara, se riera y sonriera con esa expresión de perspicacia y
astucia que siempre tenía. Sabía que no tenía sentido pensar eso, que
simplemente tenía que quedarse y, a la vez, seguir caminando. Esperar.
Pero no un milagro.
Amar a un fantasma tenía esos problemas. Nunca podía saber
cuando se decidiría a aparecer, cuando podría o cuando simplemente desaparecería.
Ella sonrió y empezó a dar un paseo. Volvió a suspirar. Amigos o furtivos
enamorados, solo tenía un deseo y una pregunta.
―¿Dónde estás?
Solo quedaba esperar y reírse de sí misma hasta que
simplemente el tiempo le trajera la respuesta que necesitaba.
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