La habitación estaba en completa penumbra, pero algunos ojos
ya se habían acostumbrado a la oscuridad. Sin embargo, para «A» ese día estaba
resultando ser particularmente horrible. No entendía por qué. Era igual a todos
los demás. Exactamente idéntico a los anteriores y, de seguro, a los venideros.
E incluso así, ese preciso día sentía como si fuera a estallar en lágrimas en
cualquier momento.
Le ardían los ojos, pese a que ninguna lágrima se había
asomado todavía por su rostro pálido. Le corría la nariz y sorbeteaba cada
pocos segundos, con las mejillas enrojecidas por la vergüenza y por esa
sensación que no lograba identificar. Y ya casi podía sentir el dolor
martilleante en su cabeza, anticipo de una de sus típicas jaquecas.
―¿Pasa algo?
La voz de «Z» no ayudaba en lo absoluto. Lo ignoró y se
apoyó una vez más en las paredes metálicas de su jaula. Cada día se veía más
grande y amenazante, aunque, nuevamente, eso era tan solo una ilusión: seguía igual
a como siempre había sido. Solo que ahora podía apreciar más detalles.
«Es tan insignificante…
tan irrelevante…». ¿Qué era lo insignificante? ¿Qué era lo irrelevante? «A»
no lo sabía, pero ese frío derrotismo se apoderaba de cada rincón de su
prisión. Una absoluta convicción de absurdo y de angustia se apoderaba de sus
ojos, que se cerraron en respuesta.
―¿Quieres un abrazo? ―volvió a preguntar «Z».
―No.
«Z» asintió con la cabeza y se alejó un poco de la jaula,
sentándose en el suelo de madera que estaba tibio. A su alrededor, una cantidad
imposible de llaves y cadenas decoraban las altas paredes hasta perderse de
vista. Uno de sus tareas y pasatiempos era intentar encontrar la llave correcta
que liberaría a su compañera, aunque hasta el momento sus esfuerzos habían sido
vanos.
«Es inútil». Podía
ver a «Z» observando las llaves y una sensación ardiente empezó a invadir sus
extremidades. Nuevamente los ojos se le llenaron de lágrimas, aunque de un
sabor muy distinto. No eran frías y saladas como las que caían tristemente por
su piel desesperanzada. Eran ardientes, gruesas y saltaban de sus ojos con
furiosa rapidez.
―¡Quiero salir! ―gritó «A» y golpeó su jaula con sus manos.
Las tenía siempre sangrantes y magulladas, pero apenas podía notarlo―. ¡Déjame
salir! ¡Quiero salir!
«Z» suspiró con tristeza.
―No puedes salir.
―¡¿Por qué no?!
El mismo grito se repetía en la cabeza de «A» con notas de
desesperación e impotencia. ¿Por qué no? ¿Por qué no? ¡¿Por qué no?! Nunca
había una respuesta. «Z» trató de sonreírle, pero la chica simplemente se
derrumbó en su jaula, cayendo de rodillas y tocando el suelo con la frente. Sus
manos estaban hundidas en su cabello descuidado y temblaba con violencia.
«Z» sabía que estaba llorando, pero no podía hacer nada.
Simplemente tenía que seguir buscando la llave… Y seguir y seguir hasta encontrarla,
si es que existía, aunque esto último jamás se lo mencionaba a «A». La sombra
de la joven se alejó de la jaula hasta donde no podía escuchar sus sollozos.
―Lo siento…
La habitación respiraba con frialdad mientras veía aquella
patética escena, demasiado lejana, alta e imponente para poder sentir el dolor
que se esparcía dentro de la jaula. «Z» se sentó en el rincón más alejado y
bajó la cabeza; podía sentir cómo la oscuridad se hacía cada vez más espesa y
sabía que pronto no podría moverse con facilidad.
Trató de apoyarse en la madera para dormir. Tal vez mañana,
contra todo pronóstico, la oscuridad fuera algo más ligera y pudiera buscar la
llave ante la mirada más esperanzada de «A». Podía sentir en su propio corazón
la pena que ahora azotaba a su amiga, porque, aunque estuviera fuera de esa
maldita jaula, ambos estaban atrapados en esa habitación llena de llaves.
«Y también necesito un
abrazo», pensó «Z» mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Pero estaba
tan solo como ella.
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