El lobo comenzó a gruñir por lo bajo, encadenado a la
muralla de piedra. Gruñía y babeaba, tirando de la cadena que lo mantenía
prisionero. Veía a sus presas frente a él, a tan solo unos metros de distancia,
riéndose en la oscuridad, compartiendo entre ellos, ignorantes de que él estaba
allí, esperando el momento adecuado.
¿Cuándo sería? ¿Cuándo podría liberarse y devorarlos? Con
cada risa y con cada palabra que oía de ellos sentía que su corazón latía más
rápido, sentía que sus aullidos y gruñidos aumentaban su volumen y que sus
patas se preparaban para correr hacia ellos. Sería tan fácil devorarlos… sería
tan fácil verlos correr aterrorizados.
Ofendidos.
Se lo merecían. Merecían su castigo, su venganza por tantos
años de prisión. El pelo de su cuerpo permanecía brillante y sedoso y su
músculos aún estaban firmes y fuertes. Su ama lo había alimentado con
regularidad y lo había cuidado con diligencia, pero seguía manteniéndolo allí,
en la oscuridad, escuchando. Encadenado como una bestia.
El lobo aulló con más fuerza aún cuando escuchó las últimas
risas y palabras. Palabras estúpidas, incomprensibles, ridículas, que
alimentaban su fuerza y su vigor. Algo en su pecho luchaba por salir. Apretaba los grandes colmillos y resollaba, tratando de romper su cadena. Si lograba concentrarse un poco más, podría
liberarse… Un poco más y podría ser libre de acabar con esas figuras en la
oscuridad, inútiles y necias, que no hacían más que alimentar sus propias
vanidades.
Solo… un… poco… más…
―Yo tengo la razón, sin duda. Todos los demás son unos
inútiles. ―Ya podía distinguir con claridad las palabras de aquellas sombras.
Estaba demasiado cerca. Presionó más la cadena, tirando y tirando,
apresurándose, sintiendo cada uno de sus nervios listos para atacar, furiosos, ardientes―. Las cosas son claras. El que no quiere verlas, solamente es un
idiota.
Pero ocurrió lo mismo de siempre. El lobo aulló con tristeza
cuando apareció su ama en sus dominios y acarició su cabeza, calmándolo al
instante. Se echó a su lado con la cadena todavía enrollada en su cuello.
Tarareó una suave melodía y continuó acariciando su cabeza hasta que sintió que
toda su ira se desvanecía como siempre lo hacía.
«Deberías dejarme salir alguna vez», murmuró. Su ama
simplemente le sonrió y se encogió de hombros. Luego se unió nuevamente a la
conversación, sabiendo que dejaría al lobo y su ira detrás.
―Puede ser, pero realmente creo que siempre hay cosas
grises. No todo es blanco y negro…
El lobo suspiró y se echó en el suelo. Algún día su ama
comprendería que no tenía caso intentar razonar de forma diplomática y cortés
con aquellos que no entendían razones. Algún día entendería que lo necesitaba
para defenderse y para hacer retroceder a esos enemigos, a esas mentes que no
comprendían. Y que nunca lo harían.
Pero por ahora, Ira seguía encadenada. El lobo continuaba
allí, aullando a la soledad. Pero quizás no por mucho...
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