La joven se sentó en la orilla de la vereda esa mañana de
domingo. Por supuesto, las calles estaban vacías y una brisa suave corría entre
los pocos árboles que aún quedaban. Suspiró y miró un punto indefinido en el pavimento,
mientras veía como la basura y unas pocas hojas manchadas se deslizaban de un
lado a otro.
Llevaba cerca de diez minutos en la misma posición y
empezaban a dolerle las piernas, pero no hizo ningún movimiento para aliviar
los músculos. Se mantuvo allí, con la mirada fija y la expresión impasible,
observando. El sol se acercó a su rostro, pero pareció cambiar de opinión y se
apartó, buscando lugares más acogedores a los que iluminar.
―¿Por qué viniste otra vez? ―preguntó el hombre que siempre
estaba apoyado en el árbol más viejo que sobrevivía en esa calle―. Sabes que
nadie aparecerá.
Ella no respondió. Todos los domingos ese hombre se
acercaba, escupía en sus pies, le gritaba un par de veces y le acercaba una
taza de té frío mientras las lágrimas caían por sus mejillas. Ese día apenas
escuchó sus palabras. La imagen clara de dos chicas y un muchacho se dibujaban
entre los árboles y la calle, sonriéndole, saludando con la mano.
Pronto sus sonrisas empezaban a desvanecerse. Escuchaba las
sirenas y olía el rastro de sangre y sudor que no lograba quitarse de la punta
de la nariz. Ahogó un sollozo mientras recorría con sus dedos la cicatriz en su
brazo derecho y los veía a ellos alejarse
cada vez más. A veces ocurrían milagros. La gente sobrevivía cuando el resto no
lo lograba y no había explicaciones.
Y ella pensaba exactamente lo mismo que cada domingo. «¿Por
qué existen los milagros?» ¿Por qué habían algunos que lograban estar allí,
disfrutando de la brisa, el sol y las hojas y otros no?
―Ten, hija. ―El hombre del árbol se le acercó con su taza de
té frío―. Si quieres, puedes ayudarme a juntar algo de cartón para esta noche.
―Su sonrisa algo desdentada conmovió a la chica.
Ella asintió con la cabeza y se enjuagó las lágrimas, aunque
apenas era consciente de lo que hacía. Bebió el té, que aun estaba algo tibio y
le sonrió al hombre, que le devolvió nuevamente el gesto, aunque llevara el
ceño fruncido. Ambos lo habían perdido todo, pero de una manera muy diferente.
Y ambos se juntaban cada domingo, allí, en el mismo horario, sin preguntar
nada. Era suficiente para ellos.
La joven se levantó y miró el sol que volvía a acercarse a
su rostro. Cerró los ojos un segundo y solo los abrió cuando las hojas
comenzaron a arremolinarse en los tobillos de su viejo amigo que, furioso,
comenzó a patearlas a gritos destemplados. Ella sonrió.
Era suficiente.
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