Él separa sus labios y mira a su novio con una expresión
preocupada.
―¿Pasa algo, acaso? ―pregunta también al notar aquella
sombra en sus ojos―. ¿Crees que alguien nos vio?
―No lo sé ―responde, pero estrecha un poco más su cuerpo
entre sus brazos―. No lo sé… Quizás…
Ambos piensan exactamente lo mismo. Quizás deberían
marcharse, alejarse un poco de la gente. No pueden ir a sus respectivas casas,
pero tal vez puedan encontrar un lugar más privado, más discreto, en donde
nadie pueda mirarlos.
―Quizás debamos dejarlo por hoy. Solo pasear, ¿sabes? ―El
otro asiente y se echan a andar.
Ninguno ha quebrantado ninguna ley ni ha hecho daño a nadie.
Pero ambos tienen miedo. No importa quiénes sean, cuáles sus nombres o qué
sueños los mantengan despiertos… solo tienen miedo. Y deben tenerlo, porque no
están a salvo.
Suspiran. Disfrutan de la compañía mutua o, al menos, lo
intentan por un momento. Y el problema solo empezará cuando uno de ellos,
cansado, altivo, esperanzado, ilusionado, intente forzar los límites de su
mundo y, tímidamente, roce su mano con la de él. La aferrará un segundo antes
de soltarla con violencia.
―¡Mira a ese par de maricas!
Darán la vuelta y no volverán a hacerlo. Volverán a los
callejones, a las calles vacías, a los rincones, a los secretos y los susurros.
Hasta que nuevamente alguno de ellos sienta la esperanza de que al fin todo
haya cambiado e intente otra vez rozar su mano con la suya.
Pero no servirá de nada. Son iguales.
―Te quiero ―le dirá él con una mirada que es también una
lágrima.
―Y yo a ti.
Pero nadie lo entiende.
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