Todo ocurrió demasiado lento para su gusto. Lento y rápido,
pero especialmente lento. Él la encerró contra la pared con un empujón fuerte y
brusco que sabía que le dejaría moretones, pero ambos sabían que a ella no le
importaría. Fue casi una lucha para poder arrancarse mutuamente la piel entre
besos. No era una danza, era prácticamente un ritual o una superstición
guerrera.
Él era fuerte, pero tímido y su mirada delataba que todavía
le temía. Ella simplemente sonrió y lo doblegó bajo su cuerpo, ganando como
siempre su trono en aquella nueva forma de apostar la vida. Recorrió su cuerpo
con las manos sin dejar de sonreír y de mirarlo, deteniéndose y avanzando sin
un esquema o un patrón. Era una música sin partitura y él simplemente cerró los
ojos y dejó que ella dirigiera la orquesta.
Al despertar, él solo pudo recordar el dolor en todo su
cuerpo y la sonrisa de su rostro al devorarlo. Se vistió y se tomó una aspirina,
maldiciéndose, juguetón, por haberla dejado, ¡otra vez! llevar el ritmo de su
juego y aplastar su ego con cada quejido de dolor y placer. Ella, en cambio,
continuó dormida, pero la sonrisa en sus labios, maliciosa y orgullosa, delataba
que ya sabía lo que él también había tenido que admitir al abrir los ojos.
Ella había ganado.
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