Su pelo olía a institución y trámite, esa especie de olor a
tinta vieja, de notaría de siglo pasado, de traje gris y de calles apestosas a
alcantarilla. Aun así, cada vez que él alzaba la vista y se encogía de hombros,
el olor cambiaba a algo más sutil y dulce, como de centro comercial recién limpio
con desinfectante, de parque estrenado hace un minuto o de cine en los últimos
asientos sin chicles en el suelo.
Cuando saludaba al pasar, esa transición era más evidente y,
por mucho que se rociara colonia en las mañanas, siempre lo recibían con un gruñido
de desagrado ante la sola idea de pasar una hora más en una fila. Minutos más
tardes, lo invitaban a un café y le comentaban la mucha gente que había en el mall de la ciudad o lo estupendo que le
iría un corte de pelo en la peluquería de moda.
Y nunca entendió por qué.
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