―Fibroblastos ―dijo Daniela con una sonrisa de suficiencia
mientras se cruzaba de brazos. El profesor parpadeó unos segundos y frunció el
ceño, colocando aquella sutil expresión de extrañeza que siempre ponía cuando
sus alumnos lo sorprendían―. Es la respuesta correcta, ¿verdad?
La clase se removió en sus asientos, incómoda. Algunas
cabezas se unieron para murmurar lo que la chica acababa de decir, pero ella no
podía escucharlos. Tenía una expresión desafiante en su rostro que, a
instantes, parecía inexpresiva y que era su escudo de batalla frente a las
exposiciones.
―Señorita…
―Hernández.
―Señorita Hernández, ¿puede repetir lo que acababa de decir?
―Fibroblastos.
Tomás, un alumno de la última fila, que llevaba la camisa
desabotonada y que luchaba contra el impulso de subir los pies sobre su banco,
lanzó una carcajada que llamó la atención de toda la clase. Pronto, se le
unieron algunos otros que, tímidamente, le acompañaron en la risa. El impulso
se esparció a lo largo de los bancos hasta llegar a la expositora que esbozó
una sonrisa antes de explotar en carcajadas.
El único que permaneció serio fue el profesor que acentuó su
entrecejo y negó con la cabeza. Algunos guardias aparecieron, preocupados, con
porras en las manos y caras de fastidio, pero él rápidamente les apaciguó con
un gesto de su mano. «¡Fibroblastos, fibroblastos!», gritaban todos aquellos
locos, pero ninguno sabía qué estaba diciendo.
―¿Qué son «fibroblastos»? ―inquirió uno de los guardias
luego de salir de la sala común del Hospital de Psiquiatría. El profesor se
arremangó la bata blanca, sonrió y se encogió de hombros. Negó con la cabeza y
caminó hacia su oficina por el pasillo.
―La consecuencia de pasarles libros de biología a un montón
de locos ―dijo antes de echarse a reír y gritar aquella técnica palabreja que
resonó en todo el complejo y que hizo encogerse a los pobres guaridas, que,
alguien les amparara, estaban encerrados en aquel manicomio sin saber que eran
los únicos cuerdos que quedaban ahí.
Por ahora.
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