Gastón tenía siete años cuando una niña le hizo un regalo.
Era la primera cosa que no le hubiera dado un familiar suyo y se preguntó si en
casa se metería en problemas por aceptarlo. Sin embargo, cuando vio la mirada
tímida, nerviosa, pero alegre de aquella niña de ojos oscuros y cabello
desordenado, no pudo evitar devolverle el gesto.
Le sonrió, sintiendo las
mejillas calientes sin motivo alguno y tomó el regalo. Lo tomó sin saber qué
era, para qué servía, si era una broma o era en serio, si le causaría líos o
siquiera cuál era el nombre de la niña. Le sonrió por algunos segundos más
antes de que se marchara.
―Eres demasiado cursi ―dijo Helena y cerró el álbum de
recuerdos con una sonrisa sarcástica―. Apuesto a que nada de eso se te cruzó
por la mente.
―Tal vez exageré un poco ―admitió Gastón, carraspeando algo
nervioso y rascándose la barba con una sonrisa―. Pero lo guardé, ¿no? Lo guardé
―repitió tomándole la mano con una expresión de triunfo.
Ella asintió con la cabeza y se rió, con esa risa clara y
ruda que siempre guardaba para los momentos más románticos y absurdos. El
deslavado sticker de un osito café de grandes ojos estaba en el centro del
álbum, donde había permanecido desde que ella había vuelto, ya con su sonrisa
confiada y sus ojos de mujer y cuando decidió que la quería.
Permaneció allí, roto y viejo y fue testigo de que el día en
que se casaron ―hacia ya siete años― habían escrito:
«Porque no sabemos lo que es el amor, solo lo vivimos»
El Gastón de diez años no sabía lo que era aquello, pero no
importaba, simplemente lo había aceptado. Y había sido lo correcto.
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