Cuando el niño salió afuera estaba lloviendo a cántaros.
Sabía que su madre lo regañaría al volver por haber salido sin un impermeable o
siquiera un paraguas, pero nunca había entendido por qué las madres odiaban
tanto la lluvia o el barro. ¿Acaso no veían que eran la oportunidad para poder salir a jugar?
Afuera, como era de esperarse, sus amigos le estaban
esperando y nada más saludarse se echaron a correr calle abajo, ignorando las
bocinas de los autos que se cruzaban en su camino, trepándose en las bancas de
la plaza y gritando como lechuzas y tigres de la selva cada vez que veían algo
que les llamara la atención.
Eran como una horda de bárbaros intentando conquistar Roma y
el César era cada uno de los ingenuos transeúntes que empezaban ya a utilizar
sus paraguas como lanzas contra ellos cuando pasaban corriendo, botando bolsas
y levantando quejas. Cuando el niño volviera a casa empapado del pelo hasta los
pies, sabía que iba a ser castigado, pero no le importó.
No llovía todos los días. Y después de todo, se dijo antes
de estornudar, él era fuerte como un roble.
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