El águila se posó en el brazo del hombre, que sonrió con
orgullo. Lo único que ambos podían ver era arena y soledad hasta donde la
mirada se perdía. Él se subió al caballo, mientras el ave ocupaba su puesto en
su hombro, enterrando cruelmente las garras en su piel cubierta por los ropajes
del desierto.
Cada día era exactamente igual al anterior, una búsqueda
constante por sobrevivir y encontrar la respuesta que buscaban. La vida de un
exiliado era sencilla, pero turbulenta. Nunca sabía si ese día, que lucía tan
tranquilo y acongojante como el anterior, podría ser el último. Realmente,
prefería evitar pensarlo.
El ave de repente lanzó un graznido y alzó el vuelo en el
mismo momento que una flecha se clavaba en medio de la espalda del marginado.
Lanzó un gruñido de dolor y desmontó con rapidez, tratando de ocultar entre las
dunas su montura. Sacó la cimitarra de su vaina y buscó «las piedras» que le
había dado su padre.
―¡El oro o la vida! ―gritaron unos hombres, seguramente
enloquecidos por el calor y la sed, en un dialecto que apenas recordaba. El
marginado sonrió para sus adentros y rogó a los dioses que las almas de
aquellos hombres encontraran su camino a la eternidad. Con la fuerza de una
tormenta de arena, batió a cada uno de ellos, manchando la soledad de la arena
con sangre y gritos.
El águila observó todo desde la punta de una duna y su
mirada atravesó al exiliado, que se sentía juzgado por ese semblante. Y, aunque
seguía fuerte, vivo y sereno, soltó su arma y se arrodilló en el suelo, junto
al cuerpo de todos esos criminales. Supo que no iba a salir jamás de ese
desierto y que aquel dios-pájaro ya había dictado su sentencia.
Solo pudo rezar.
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