A Daniel siempre le habían gustado las almendras. Cuando
conoció a Tamara, la conoció con una bolsa de esos frutos secos en el regazo,
audífonos gigantes sobre su cabello aleonado y una mirada distraída en el
rostro. La primera que la besó, se sorprendió al notar que su aliento sabía
también a almendras de invierno. Siempre que llegaban las primeras heladas,
recordaba su bolsita y su generosidad por compartir.
Cuando se separaron, no quiso saber más de ellas. Sus
amigos, desconcertados, pero comprensivos, no insistieron más y cambiaron su
dieta invernal por nueces, menos sabrosas, pero mejores para su espíritu. Por
eso, cuando la volvió a encontrar en el metro con la misma bolsita en su
regazo, los mismos audífonos sobre el cabello aleonado y la misma mirada
distraída, no pudo evitar acercársele.
―Sigo amando las almendras ―dijo Daniel de la nada, sin
siquiera saludar previamente. Ella parpadeó con confusión, pero él rápidamente
bajó la vista y se dispuso a alejarse. «Idiota», gritó en su mente y por un
segundo, se sintió humillado al notar que tenía los ojos empañados de lágrimas.
Por eso, cuando Tamara le agarró del
brazo, no pudo evitar sentir un dolor que atravesaba sus ojos y su cuerpo.
―¿Quieres algunas?
Pero también sonrió.
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