Él siempre cree que está de pie, parado, quieto, incapaz de
moverse y que en cinco años más seguirá en el mismo deprimente lugar en que
ahora pasa la mayor parte de su tiempo. Puedo verlo, bebiendo en un rincón,
pegando oreja a las discusiones y esperando que alguna llame su atención. Pero
sé que también se equivoca.
Mientras sirvo las bebidas y me apresuro a atender a todos
los clientes, sé que me está observando. Trago saliva y procuro evitar su
mirada sombría y melancólica, que tanto me atrae y procuro distraerme con los
balbuceos de tantos borrachos que allí se acumulan. Ninguno de los dos dice
nada hasta que el bar está completamente vacío y, aun así, a veces tampoco.
Ese día, luego de despedir con palabras de ánimo a Don
Juancho, el más viejo de los parroquianos, sé que algo ha cambiado. Él está de
pie, firme en su postura, pese a todo lo que había bebido, y con una mirada
llorosa en los ojos. Suavizo mi expresión, pero no me acerco.
―¿Cuándo vas a dejar de correr? ―me pregunta con un dejo de
rencor en sus labios.
No puedo evitar sonreír. Me acerco a él y lo rodeo con mis
brazos, impidiéndole escapar mientras siento el aroma del vodka inundando mi
nariz, junto con el suyo propio. Sé que había empezado a llorar y el corazón se
me parte con tan solo pensarlo.
―¿Cuándo vas a dejarme alcanzarte? ―vuelve a decir y yo
permanezco en silencio por unos segundos mientras él solloza.
―Cuando entiendas que estamos en el mismo lugar.
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