―Llueven excusas en el mundo, querida ―dijo el
hombre quejumbroso mientras esperaba su taza de café―. Nadie reconoce su
responsabilidad, nadie tiene paciencia, nadie tiene voluntad, nadie quiere luchar,
nadie respeta su palabra.
―Así es, querido ―respondió la mujer con una
mirada aburrida y cansada en su rostro. Corría de aquí para allá, tratando de
dejar limpia la casa y de preparar el desayuno mientras procuraba concentrarse
en todo lo que él decía.
―¿Por qué las cosas son así? ¿Por qué la gente
nos abandona? ¿Por qué ya nadie tiene interés en dedicarle tiempo al otro? ―Apoyó
sus codos en la mesa y se quedó mirando las hojas del periódico con una
expresión impaciente y frustrada.
―Quizás es porque no miramos a los que nos
rodean ―murmuró la mujer un segundo antes de vaciar el café sobre la cabeza de
su marido y de salir dando un portazo de la cocina.
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