Quería llorar.
Quería llorar, gritar y golpearse los nudillos
hasta que se rompieran. Quizás hacer lo mismo con su cabeza podría ayudar...
Eran las únicas opciones que le quedaban. ¡Lo había revisado todo! ¡Había
estrujado su cerebro al máximo intentando recordar! ¡Había rehecho sus pasos
más de seis veces!
Estaba cerca de admitir la derrota y abandonar.
Con los ojos enrojecidos por la impotencia y el cansancio, el escritor se sentó
en su vieja silla de madera y se tomó la cabeza con las manos. ¿Cómo había
podido olvidarla? ¡Había sido tan solo un lapso de cinco minutos! ¡Habían sido
tan solo unos instantes en que había saboreado la idea y estúpidamente se había
tomado su tiempo para anotarla!
Simplemente había desaparecido. No estaba en
ninguna parte y, aunque había incluso salido a recorrer sus sitios habituales y
aquellos que no visitaba nunca, la idea continuaba perdida. Sabía que era una
idea absurda, graciosa y especialmente breve. Había sido una frase la que la
había hecho nacer.
¿Acaso habría muerto gracias a otra frase? El
escritor se estremeció ante la sola posibilidad. Quizás él mismo había matado a
la inocente idea sin siquiera darse cuenta. Distraídamente y con un compás
angustioso, comenzó a entrechocar los nudillos de sus manos con un ritmo algo
doloroso cuando los huesos se encontraban.
«¿Soy un asesino?» No, no podía ser. Él era
inocente, no tenía culpa de nada. Nadie podía culparlo por aquello. ¿Cuál era
su crimen? ¡Ella debió avisarle! ¡Debió advertirle del peligro y rogar socorro!
Las manos comenzaron a sudarle y debió levantarse a por un vaso de agua para
calmar sus nervios. Se sentía observado y juzgado por el propio grifo, que con
una postura inusualmente fría, parecía escupirle el agua con desprecio.
―Hay que ser razonables ―se dijo luego de un
momento de serenidad. Alzó la vista y los libros de la estantería, sus eternos
compañeros de escritura nocturna, le devolvieron la mirada con un mutismo
altivo y reprobatorio que le provocó un escalofrío. ―No fue… n-no fue culpa
mía, en serio.
No querían escuchar razones y pronto el escritor
debió salir de su estudio ―¡su refugio, su templo!― y finalmente salir nuevamente
a la calle, entre jadeos, casi corriendo, mientras el silencio acusador de todo
su hogar lo hacía escapar a latigazos.
Comenzó a correr a través de la cansada y nada más
avanzar una cuadra sintió que las piernas le fallaban y debió detenerse y
recuperar el aliento. Ya no tenía la edad para esa clase de tonterías. Lo único
que tenía que hacer era volver tranquilamente a su casa, quizás de camino ordenar
algo de comida china y buscar algo más para escribir.
Otra idea simplemente.
Miró a su alrededor unos instantes y, cabizbajo,
comenzó a caminar hacia el hotel más cercano para pasar la noche y, luego de
contar el dinero que tenía en los bolsillos, calculó cuántos días podría
tomarse para recuperar esa maldita idea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario