El
ejército comienza a cantar sones de guerra mientras avanzan por los campos
quemados. No hay nada más reconfortante en la mente de un hombre condenado a
morir que la canción profunda arrancada de la garganta de alguien que comparte
su misma suerte. Siempre se habla de honor y gloria en la batalla, pero lo
cierto es que esa canción es la única parte que eleva a esos guerreros más allá
de sus propios cuerpos temblorosos y sedientos de sangre, temerosos de morir.
―¡Por
el bien de nuestra tierra! ―grita uno de ellos, enfervorecido y pareciera que
todo el mundo hiciera eco mientras las lanzas y los pies chocan contra el suelo
en un son que espanta a las aves.
Un
niño sale de su rústica casa para ver al ejército cruzar su hogar con una
sonrisa orgullosa. En cada uno de esos hombres ve a su padre, a su hermano y a
su gente que perdió en la guerra. Los saluda con rigidez y casi suelta un grito
de alegría cuando uno de ellos, emocionado por la lealtad del muchacho, le
devuelve el saludo.
Descrito
por los poetas como una forma de alcanzar un puesto junto a los dioses, nunca
nadie habla sobre el horror, el miedo y las canciones que se alzan entre las
armas para apartar el simple e injusto hecho de que ni siquiera el más bravo
guerrero quiere morir.
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