Azor
había nacido en cautiverio o, al menos, eso creía. Había sido encontrada por
una buena familia, cuya hija menor, empecinada por tener una mascota y por
rescatar al débil pichón que había encontrado en su jardín, había decidido
cuidarlo y mantenerlo como si fuera parte de esa comunidad humana.
Durante
todos los años de su vida vivió en una preciosa jaula, con abúndate comida y
agua y con la voz gentil y cariñosa de su joven ama. Azor se sentía feliz en
ese hogar, tan extraño, pero que había hecho suyo a medida que pasaba el
tiempo. No obstante, se dio cuenta de que algo estaba mal.
¿Por
qué no podía salir y volar como sus compañeras aves? Le preguntaba a su ama por
qué no podía hacerlo, pero ella insistía en que era peligroso y que solamente
los pájaros sin orden ni decencia volaban libremente por los cielos. «No es
lugar para ti Azor». Aunque el muchacho sentía la sinceridad de sus palabras y
la sabiduría que en ellas se encerraba, se sintió decepcionado.
Ocurrió
lo inevitable: exigió su libertad. Su ama, entre lágrimas y gritos, le reprochó
esa rebeldía. ¿Acaso no le había dado todo? ¿Acaso no le había cuidado, no le
había alimentado, no le había querido? ¿Por qué no cumplía con sus normas?
¿Acaso no entendía que esas eran insensateces de una mente que apenas alcanzaba
a comprender la vida?
Muchas
peleas ocurrieron, pero Azor siempre terminaba acudiendo a su joven dueña y
rogando su perdón, arrepentido por sus arrebatos. Por supuesto que comprendía.
Por supuesto que era joven y no entendía muchas cosas: que ella sabía lo que
era mejor para él. Y cada vez, la pelea se olvidaba y él continuaba en su
jaula, mirando por la ventana a sus
compañeras, bebiendo su agua y comiendo su comida.
Más
años transcurrieron y Azor perdió las ganas de volar. A veces ella lo sacaba al
jardín y le permitía dar algunas vueltas, pero siempre regresaba puntualmente
con una obediencia sin precedentes. Desoía los murmullos de sus amigos, que no
comprendían su actitud y que le llamaban cobarde y traidor y acallaba sus
propios pensamientos. Ya no quería volar. ¿Para qué? Ya no era el tiempo de
volar. Ese ya había pasado. Ahora no tenía caso siquiera intentarlo.
Alguna
vez pensó en escaparse. En asomar sus alas cuando revoloteaba por el jardín,
emprender el vuelo y desaparecer de la vista de todos, pero sabía que no sería
capaz. Tenía miedo y, por sobre todas las cosas, solo imaginaba la mirada rota
y destrozada de su ama y se sentía culpable y miserable por ser tan egoísta.
―Quiero
que ella me lo permita ―susurró para sí una tarde de melancolía―. Quiero que
ella me vea partir con una sonrisa, no con lágrimas de dolor y traición en sus
ojos.
Azor
agachaba la cabeza y se hundía en el agua y en la comida que le rodeaban.
¿Sería eso? ¿O solo le temía a las amplitudes del mundo, a la inmensidad de la
vida, a las dificultades de su destino? ¿Acaso no se sentía seguro de la aridez de sus plumas, de la
irregularidad de su pico, de la asimetría de sus ojos? ¿Acaso no se sentía
suficiente para estar solo? ¿Era cobardía? ¿Era nobleza? Quizás solo se había
acostumbrado a su jaula y, aunque miraba con agonía y humillación el vuelo y
los trinos de sus amigos, no podía dar el paso y dudaba algún día lo fuera a
dar.
Tal
vez cuando pasara el tiempo y ya fuera hora de que definitivamente ella lo
dejara en libertad, podría sentir el viento sobre su cuerpo y cantar con toda
la fuerza de sus pulmones. Azor sabía que podía pasar mucho tiempo antes de que
eso ocurriera. Solo temía que cuando ese momento finalmente llegara... sus alas
ya no recordaran cómo era «eso de volar».
Y,
aunque solo era una humilde ave en la jaula de una niña, agachó la cabeza y
comenzó a llorar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario