¿Sería una película? ¿Una
historieta? ¿Un libro? ¿Un muñeco? ¿Una ilustración? Karen no lo sabía, pero la
verdad era que no importaba: lo único que quería era dejar de verlos. Al
principio, simplemente creyó que su subconsciente la traicionaba: siempre había
sido miedosa e incluso las películas más suaves y tranquilas le causaban un
escalofrío en sus escenas más intempestivas.
Fiel detractora de las películas
de terror, se enorgullecía de no caer en la tentación de ver alguna, más por un
instinto de conservación que por algún alarde intelectual. Aún así, era
inevitable que en ocasiones no se recreara en pensamientos de asesinos y
terrores que la inquietaban, pero que disfrutaba a plena luz del día. Se
cuidaba de alejar esos pensamientos durante la noche.
También a veces caía en las
trampas maliciosas de Internet y abría links que luego la hacían saltar del
asiento y arrancarse los audífonos de los oídos cuando un sonido infernal y la
cara de algún payaso o un fantasma espantoso ocupaban toda la pantalla.
Maldecía a sus amigos, pero rápidamente olvidaba esas situaciones.
Pero cuando empezó a ver eso no solo durante los rincones
cambiantes y traicioneros de su habitación por las noches, sino en los rostros
de sus conocidos a mediodía, comenzó a asustarse en serio. No consiguió nada al contarle a sus
amistades, que atribuyeron esas visiones espantosas a su estrés y a su natural
cobardía. De nada sirvió comentárselo a su esposo, que con ideas similares, le
aconsejó tomar pastillas para dormir y algunas infusiones para los nervios.
De nada sirvió mantener la luz
encendida por las noches con la bronca que luego recibía por el gasto de
electricidad. De nada sirvió que evitara el contacto visual con la gente,
porque ahora podía verlos incluso cuando su mente estaba completamente en
blanco. Ya no soportaba estar todo el día trabajando con sus colegas, mientras
cuatro pares de ojos hundidos, oscuros, inyectados en sangre y ridículamente
grandes le devolvían la mirada de forma obsesiva y amenazadora.
«Solo son ojos», solía
repetirse, porque, aunque las miradas de todo el mundo se habían transformado
en caricaturizadas versiones terroríficas que la hacían temblar, sus facciones
y palabras continuaban como siempre. Nadie quería devorarla, poseerla o
despedazarla. Solo eran esos ojos. Esos ojos malditos, imposibles, inhumanos,
que no existían, que eran solo obra de su mente trastornada.
Eso hasta que comenzó a verlos
en los rostros de su propia familia. Al comienzo solo fue una silueta borrosa,
que atribuyó a su subconsciente y su paranoica, pero luego el rostro de su
esposo pareció acomodarse para recibir a esos diabólicos ojos hundidos y
oscuros. Ya no podía tocarlo en su propia cama y pronto él decidió dormir en el
sofá, lejos de la loca de su mujer.
―Mami, ¿qué pasa? ―Era una
pregunta inocente y ansiosa de su hijo mayor que estaba inquieto por el
comportamiento de su madre en las últimas semanas. No debió mirarle. ¿Pero qué
otra cosa podía hacer? Karen era su madre, no podía evitar la mirada de su hijo
cuando le hablaba.
Gritó e, incapaz siquiera de
acercarse al pequeño, corrió hacia el baño. No quiso entrar a él, porque no
quería enfrentarse a un espejo o a la soledad y a toda carrera trató de salir
al patio. La puerta estaba cerrada y luchó contra la cerradura de forma
frenética, desesperada, dando gritos cuando la llave se quedó atascada. Golpeó
la madera y gritó nuevamente, mientras escuchaba el sollozo de su hijo en la
habitación contigua.
―¿Qué mierda está pasando?
―entró gritando su marido, colérico. Karen se abalanzó sobre él, tirándolo al
suelo e intentando arrancarle esos ojos falsos y horribles que lo invadían, que
se burlaban de ella y que no existían.
No
podían existir. Solo eran los ojos de la gente. Tenía que demostrarlo. Él la
golpeó para defenderse y la tiró a un lado, mientras se tocaba la cara con
dolor donde las uñas de Karen habían dejado marcas. Soltó un sollozo al verla
en el suelo inconsciente y se tomó el cabello con dolor.
―¿Papi?
―Cerró los ojos un momento. ¿Qué iba a decirle a su hijo? ¿Que mamá se había
vuelto loca? ¿Qué era peligrosa y que probablemente no debería acercarse a
ella? Se dio vuelta para abrazarlo y tratar de tranquilizarlo con dulces
mentiras que pronto se volverían agrias. No alcanzó a hacerlo. ―¿Por qué mami
está en el suelo?
Gritó
cuando vio los ojos hundidos, oscuros, inyectados de sangre y completamente
ridículos en la mirada de su hijo. Lloraba. Pero también sonreía.
―¿Acaso
está muerta?
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