―¿Por
qué, Señor? ¿Por qué la gente es tan egoísta y mezquina?
Lorenzo
arrodillado en las bancas de la Iglesia, rezando en un susurro e intentando
encontrar la paz en el interior de su corazón. Cada día veía atrocidades,
hipocresía y dolor a su alrededor y cada vez se sentía más impotente. Hacía
todo lo que podía: era un buen esposo, un buen padre y trabajaba
incansablemente para mejorar la situación de los suyos.
«¿Acaso
estoy haciendo algo mal?», pensó con un renovado fervor. Sabía que no podía
cambiar el mundo por su cuenta: ese era un pensamiento infantil que no tenía
cabida en su mente, pero al menos le hubiera gustado haber mejorado un poco la
vida de quienes amaba. Practicaba la caridad y se regía por un estricto código
moral que también cumplía su familia. No se veía capaz de hacer más.
«¿Acaso
hay algo que todavía no entiendo?». Minutos después, Lorenzo se persignó, se
levantó y salió presuroso de la imponente y casi intimidante Iglesia. Cuando ya
iba por la salida, el sacerdote le saludó cordialmente y le recordó con
sutileza la colecta semanal por los comedores sociales. Dio una respuesta
rápida y prometió volver con su aporte el día siguiente.
El
aire de la tarde pareció casi un golpe en sus mejillas. Era tibio y asfixiante
y parecía envolverlo por completo. Se aflojó un poco la corbata y se arremangó,
abanicándose con la mano. En la esquina, un vagabundo escudriñaba en la basura
ruidosamente, llamando la atención de los transeúntes. Frunció el ceño con
cierta frialdad, pero rápidamente ocupó sus pensamientos con todo aquello que
tenía pendiente.
―¿Qué
me falta? ―se preguntó―. ¿Qué estoy haciendo mal? ―Apretó los dientes al verse
interrumpido por un adolescente desastrado y con una inconfundible cara de vago
que le preguntó la hora con educación―. ¿No tienes celular, chaval?
―Por
algo estoy preguntando. ―El chico intentó sonreír con timidez, un poco
intimidado por la hostilidad de Lorenzo.
―Estoy
ocupado ―dijo sin mirarlo a los ojos y se echó a andar en dirección contraria.
Tenía que solucionar el asunto de su hijo menor que parecía tener problemas con
sus amigos por sus ideas sobre religión y sexualidad. «Los padres de esos
chicos deberían enseñarle a sus hijos algo de respeto y moralidad», solía decir
en la cena. En realidad, no reprobaba la actitud hostil de su hijo: tenía que
aprender a defenderse de esa clase de influencias. Y todavía tenía el problema
de su esposa, Angélica, que parecía estar cada día más distante y cerrada en sí
misma. Sería algo de mujeres, ya se le pasaría, aunque realmente no le agradaba
que cada noche rechazara sus avances.
―¿Qué
más puedo hacer, Señor? ―volvió a preguntar mientras caminaba hacia su casa.
Lo
más triste, es que realmente dudaba encontrar la respuesta.
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