En realidad, el lápiz no tenía tapa, porque
de tanto morderla, había quedado reducida a una masa deforme y pegajosa que
nadie quería ver. No significaba que el lápiz realmente no funcionara o
cualquiera de esas burdas acusaciones que Teresa gustaba de lanzar cada dos por
tres.
―La tapa venía mala ―aducía, como si eso
tuviera la menor importancia.
En realidad, era un modo ridículo de
ocultar una manía perfectamente natural y que, era importante destacar, no
hacía daño a nadie. ¿Era realmente un tema de conversación que Juana mordiera
la tapa de sus lápices? ¿No era preferible conversar sobre Pablo, que dormía
siempre sin calcetines a pesar de hacer un frío glacial? ¿O quizás de Daniela,
que nunca comía sin tener cuatro servilletas dobladas en su regazo?
De un modo inexplicable, siempre se volvía
al lápiz y su inexistente tapa. «Es como cualquier otro», solía pensar Juana.
Como cualquier otro lápiz sin tapa. ¿Por
qué se convertía en tema de conversación? Ineludiblemente, esa pregunta caía en
el olvido para resurgir cuando volvían a preguntar:
―¿Y ese lápiz...? ¿No tiene tapa?
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