Cuando el dios azteca apoyó una pierna sobre el templo, supo
que nadie más podía verlo. Las plumas de su cabeza destellaban en la luz del
sol y sus rasgos severos formaban una expresión fría y solemne. Sus súbditos
empezaban a morir lentamente y la civilización que conoció su nombre y su poder
lentamente estaba tocando su fin.
―Y así debe ser ―dijo el dios serpiente con sabiduría. El
ciclo de los tiempos era irresistible e irrefrenable y aquellas criaturas tan
débiles, de sangre caliente, de oro tibio y de maneras salvajes tendrían que
dejar paso a otras, más fuertes y sabias. ―Nuestro tiempo se está acabando,
hermanos.
Sabía que sus camaradas no querrían abandonar esa tierra sin
luchar. Se aferrarían a la ilusión de sus vanidades e intentarían conservar su
ego herido por las balas y las blasfemias de aquellos hombres blancos, pero
lentamente tendrían que entender la verdad.
―El tiempo de los dioses está acabando ―dijo Quetzálcoatl
con una sonrisa. Miró una última vez hacia el horizonte y caminó lentamente
hacia la selva y se transformó en la serpiente emplumada que sus súbditos
habían visto en sus sueños. El dios de la sabiduría y el viento se perdió en la
espesura. Nadie más volvió a verlo.
Y así debía ser.
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