«Dame una razón», dijo él esa vez. «Dame una razón por la
que no debería marcharme y dejarte aquí». No supe responder entonces, así que
él se fue. Era de una lógica tan simple, tan pura y perfecta, que me fue
imposible guardarle rencor. Era casi como si todas las emociones en mi interior
se hubieran sentado en torno a una silla y hubieran asentido con la cabeza,
diciendo: "Claro, él tiene razón. No hay motivo para contradecirle".
Las tardes frías solían ser nuestras favoritas, por lo que,
lógicamente, ahora apenas puedo soportarlas sin comenzar a recorrer la casa y
gritarle a las paredes. Increíblemente, ahora disfruto las mañanas tibias en el
jardín y las noches sin luna. Ninguna me recuerda su rostro y sus palabras calmadas.
Probablemente, él también las disfrute ahora.
―Dos y dos son cuatro ―susurré por lo bajo con una
sonrisita―. Uno y uno son dos. Tú y yo no somos nada.
Y sonaba simple, puro, perfecto. No nevaba, pero nadie en
aquella soledad blanca me contradijo. Y no pude evitar sonreír al darme cuenta
de que acababa de encontrar una razón para que no se marchara.
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