La vida de un escorpión no era cosa fácil. En primer lugar,
pocos realmente veían su belleza
física y, tanto bestias como humanos, reaccionaban con pavor cuando alguno de
ellos asomaba sus narices azabaches en cajones o rincones. Eran muy pocos los
privilegiados que iban más allá del cascarón negro, frío y amenazador que avanzaba
hacia ellos lentamente.
En segundo lugar, ninguno podía negar que eran una amenaza
potencial. El aguijón que tenían en la cola podía ser letal para algunas
criaturas, doloroso para otras y una molestia a tener en cuenta para todas
ellas. Eso solo alimentaba el mito negro ―je― en torno a ellos, marginándolos
al mundo del horror, el asco y el peligro.
¿Qué se habían imaginado, además, esos humanos al pretender
entender su naturaleza? Los escorpiones eran mostrados como traicioneros,
malvados, traperos y eran solo superados por otra mártir de la naturaleza, la
incomprendida serpiente. ¿Qué humano no conocía la historia pérfida de la rana
y el escorpión cruzando el río? ¡Vaya propaganda humanista! ¡Vaya sucias
mentiras!
Los escorpiones eran criaturas como cualquier otra, tan salvajes,
mansos o peligrosos como muchas otras bestias que esos monos erguidos aceptaban
como “buenas”. ¡Como si un animal pudiera ser bueno o malo! Vaya tontería. Era
momento de cambiar todo ese paradigma de una buena vez. Pero antes… quizás
asomarse por un cajón o aparecer en medio de una mesa podía ser una buena broma.
Después de todo, los gritos nunca pasaban de moda, ¿verdad?
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