En la oscuridad, los oye reír. A todos, a una distancia no
mayor de tres pasos. Chocan copas, comparten anécdotas. Y ríen. Y ríen. Y
ríen. Si alguien volteara a verlo,
verían que él también sonríe, pero de una forma muy diferente. A muchos, la
sutileza quizás les pase completamente desapercibida, pero sabe que unos pocos
sabrán qué significa. O lo sospecharán.
Y serán los primeros en excusarse para poner mayor distancia
en medio de ambos. No logra mimetizarse del todo con el grupo, pero tampoco
desea hacerlo. Quiere pasar lo suficientemente desapercibido para ingresar al
círculo, pero también quiere hacer notar que no es parte de él.
―La única razón por la
que alguien se acerca a otro es para conseguir un favor ―le había dicho su
hermano mayor mientras limpiaba sus instrumentos―. Acércate para parecer uno
más, pero deja claro que no lo eres. Habrá quienes lo noten. Ve tras ellos, son
los más divertidos.
En esa ocasión se trata de una mujer. No era poco común ―es
más, durante días se había repetido el patrón―, pero esa es la primera vez que
es tan joven. No debe tener más de dieciséis años y se pregunta en qué estarían
pensando sus padres al permitirle estar en un antro como ese. «Tendrán el resto
de sus vidas para intentar recordarlo», se dice con satisfacción.
La sigue al baño con discreción e incluso se disculpa por
toparle el hombro. Una disculpa sincera, genuina, que inspira confianza y que
le hace bajar la guardia. El error de todas y todos: el error de la apariencia
y la clase. ¿Quién se resiste a un hombre joven educado, atractivo y a todas
luces, inofensivo? Incluso los tipos más duros se detienen, asombrados por su
“buena onda”.
―Perdona ―dice ella en respuesta a su disculpa y se mete en
el baño en un pestañeo. Espera afuera el tiempo suficiente para que todas las
miradas se difuminen. La música aumenta sul volumen y sabe que es la señal que
necesita. Camina de forma desgarbada hasta el interior del baño que estaba
lleno de chicas y que, lejos de escandalizarse por su presencia, empiezan a
mirarse entre ellas de manera cómplice, preguntándose quién es la afortunada de
la noche.
Distingue sus zapatos verdes en uno de los cubículos. Abre
la puerta sin demasiada dificultad, sonríe y disfruta de los gritos durante
exactamente cuatro segundos para luego salir de la escena a paso rápido y con
una sonrisa más acentuada. Se arrima la mochila y se dirige hacia la salida con
su trofeo semanal.
―Esta vez he ganado, hermano ―se dice a sí mismo, admirando
los zapatos verdes que ahora estaban manchados de sangre―. Un minuto y medio es
un record, incluso tú tendrás que admitirlo. ―Se ríe por lo bajo y mete los
zapatos en la mochila. Nadie lo ha visto. Cuando alguna de las chicas intente
describirlo, se atragantarán en lágrimas y en recuerdos confusos de alcohol y
música. Cuando interroguen al guardia de seguridad sobre cualquier posible
sospechoso, recordará aquel viejo del abrigo sucio antes que al chico normal y
corriente de la mochila igual a todas las mochilas y con una cara igual a todas las caras.
Quizás tiene que innovar. Su círculo comienza a ser algo
aburrido y las cosas tan rápidas empiezan a perder su emoción ante la lentitud
de todos. Quizás a la próxima puede intentarlo en una fiesta privada en lugar
de una discoteca. Una fiesta privada con más espacio y tiempo para disfrutar de
los gritos. Podría abrir una cuenta de Twitter y empezar a narrar sus mejores
noches. Seguramente tendría muchos seguidores.
Después de todo, ¿quién realmente creería que estaba diciendo
la verdad? ¿Ese chico lindo, tranquilo, divertido, de sonrisa fácil y de lentes
caros? ¿Un criminal? ¿Un enfermo? ¡Jamás!
«Je je je.»
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