―¿Y a qué viene tanta pompa? ―preguntó ella con una sonrisa
juguetona al ver que el desastrado muchacho que tenía en frente, sonreía con
nervios y se ruborizaba al señalar la escena―. ¿Hay alguna ocasión especial?
―No… o sea, sí. Digo…
Quise hacer algo y pues… Si no lo quieres, pues te jodes ―dijo cruzándose de
brazos y desviando la mirada.
Ella respondió con una sonrisa y lo atrapó en un beso que
duró apenas un suspiro. La contradicción entre la ropa del galán ―unos jeans
gastados, polera sucia, pelo desordenado, cigarro en la boca― y la decoración
que tenía ante sus ojos era demasiada para asimilarla de una sola vez.
Pétalos de rosas rojas estaban en todo el suelo y un aroma primaveral
en pleno otoño se podía sentir en todo el ambiente. No había más luces que unas
velas escuálidas en los cuatro rincones de la habitación que iluminaban las dos
copas de champaña y las fresas con chocolate derretido que estaban en el centro
de la mesa. Por supuesto, un mantel cubría la madera vieja y defectuosa, aunque
creyó ver una mancha de kétchup sobre él.
Ella se mordió el labio y sintió que podría amarlo el resto
de su vida si era necesario. Aquello era precioso y era la demostración de que,
pese a todas sus pataletas, él era un
romántico empedernido. Se había superado con creces y se había esforzado por imitar
una de las veladas más clásicas para estar en pareja. Era simplemente perfecto, pero… ¿cómo le diría que odiaba el
chocolate? «Definitivamente no puedo decírselo ahora», pensó con decisión. No
iba a arruinar la velada con un disgusto tan primitivo y desconsiderado.
Al despertar de la intoxicación en el hospital con el rostro
de su novio acongojado y tembloroso en la silla de al lado, se dio cuenta de
que quizás ser considerada con un chico tan despistado como aquel ―la clase de
chicos que no ven la fecha de caducidad de las fresas―, podía ser un poco
peligroso.
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